Vivimos tiempos de sofoco que barruntan fiebre morcillona; momentos de vísperas. Mañana, hoy mismo, puede pasar cualquier cosa y nada de lo que suceda nos va a extraña: estamos curados de espanto. La quiebra del sistema económico-financiero se está llevando por delante los hilos que sujetan el estado del bienestar colectivo y también el individual. Mañana puede caer al barro cualquier entidad bancaria y no pasará nada, no nos extrañará. Mañana nos pueden despedir del trabajo y no pasará nada, no nos extrañará. Mañana podemos ir al médico y tener que pagar por ello y no pasará nada, no nos extrañará. Mañana pueden rebajar las pensiones y no pasará nada, no nos extrañará. Mañana pueden echarnos del euro y no pasará nada, no nos extrañará. Mañana puede presentar el Estado un ERE y sacarnos a todos de sus redes, no pasará nada, no nos extrañará. Mañana podemos retornar al sistema de trueque y no pasará nada, no nos extrañará.

Así estamos, de vísperas, aunque no sabemos para que debemos estar preparados. El lunes, Gallardón y el presidente de Cantabria hablaban de estado de quiebra. El viajero que venga por primera vez a este país y arribe con los oídos abiertos y escuche a los políticos, pensará que vivimos un tiempo finisecular, de rompimiento. Recortes, restricciones, rebajas, el presente que tira hacia abajo del futuro, como si lo de ayer hoy no valiera nada y estuviéramos diseñando un mundo mucho peor que el que hemos vivido, que tampoco ha sido para tanto.

En este carrusel desbocado, choca la actitud de la mayoría, del ciudadano de a pie. La crisis económica y financiera se ha llevado también al limbo la capacidad de reacción de la sociedad. Nadie protesta, nadie se queja, todo el mundo esgrime el «virgencita, virgencita, que me quede como estoy» y lo hace en silencio. Es la aceptación universal, como si todos nos sintiéramos culpables de lo que está pasando y tuviéramos algo que ocultar. Nunca ha estado el campo más abonado para un cambio a peor.