Hay nombres de ciudades que te invitan a viajar. A mí me sucede con Cartagena de Indias. No la conozco y, probablemente, nunca conoceré esas calles que tanto amaba Fermina Daza ni tampoco la magia de sus miradores y balcones. Sin embargo, escucho con frecuencia los partes meteorológicos sobre Colombia. Me gusta conocer qué tiempo hará el fin de semana en esa ciudad bañada por el mar Caribe y saber si Florentino Ariza saldrá de su casa protegido por una gabardina o con un liqui-liqui de lino blanco como el que lució Gabriel García Márquez en aquel país nórdico un frío día de diciembre de 1982.

Muchos años después, momentos antes de recibir el galardón de manos del rey de Suecia, el hijo del telegrafista de Aracataca habría de recordar aquella madrugada en la que se metió en la cama sollozando, abrazó a su mujer, y le dijo con voz entrecortada: «Lo he matado. Acabo de matar al coronel Aureliano Buendía». Hacía ya dieciocho meses que el coronel era uno más de la familia pero, como decía Mercedes, había que comer y que pagar el alquiler de la casa y todas las facturas que ella fue guardando en un cajón durante aquel año y medio interminable. Había llegado el momento, por doloroso que fuera, de acabar aquella historia.

Hay ciudades desconocidas que, por alguna razón personal, rodeamos de cierto misticismo, de un encanto especial que nos atrapa. Ciudades decadentes con un pasado glorioso y efímero esculpido en piedra por las lluvias y el granizo. Ciudades en permanente armonía con la naturaleza y con las estaciones en las que la vida transcurre de forma natural en sus plazas y avenidas y en las que el tiempo parece haberse detenido en las habitaciones de un palacio en ruinas, lleno de animales domésticos, en el que un viejo dictador agoniza esperando una carta que nunca llega porque no tiene quien le escriba.

Hay ciudades en las que uno envejece despacio sentado a la sombra de algún almendro, sin otra pretensión que escuchar el rumor del viento. Presiento que Cartagena de Indias es una de ellas y que allí se necesita muy poco para ser feliz. Si acaso, el cuerpo moreno de una mulata con piel de melaza, un mecedor de mimbre y aguardiente de anís. Solo eso, nada más.

Hay nombres de ciudades que te provocan de inmediato un deseo arrollador de visitarlas. A mí me sucede.

Feliz cumpleaños, Gabo, y gracias por hacernos soñar con lugares «donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra».