Una cuestión singular, de previsibles repercusiones mediáticas, le ha caído a un juzgado de Úbeda. Es el caso de la jovencita que denunció a su padre por prohibirle salir de casa un fin de semana, la Guardia Civil lo detuvo de acuerdo con la legislación vigente que podría considerar dicho castigo doméstico como detención ilegal. Los jueces que frecuentemente nos sorprenden con interpretaciones filosóficas de la ley aplicada, tal vez estimen conveniente considerar si en esta causa se dan circunstancias más determinantes que el propio texto legal. Nos toca esperar su decisión jurídica, confiados en que el pandero está en buenas manos. Pero el caso se ofrece a la opinión pública por importantes connotaciones sociales, éticas y principalmente políticas. En los primeros comentarios se ha recordado que decisiones políticas con pujos totalitarios han dejado sin autoridad a padres y maestros, con el consiguiente deterioro de la buena convivencia en la familia y en la escuela. El niño antes maternalmente encumbrado a «rey de la casa», es hoy víctima y tirano de la destrucción de la familia tradicional. A la vista están los resultados de esa política que presume de liberar a los hijos de la «tiránica» autoridad de los padres; no es necesario ponderarlos para argumentar su perniciosa malignidad que los enfrenta ante una contradicción evidente: podrían ser condenados si cumpliendo su obligación de protegerlos, impiden a los hijos participar en botellones y juergas nocturnas; pero se verán obligados a pagar los daños causados.

Versifica en aconsonantados ripios los sabios consejos de El Eclesiástico el osado autor de «La Biblia en verso»: «Al hijo que honra a su padre/ le dará un buen premio Dios;/ pero al que honra a la madre/ le dará lo menos dos/ o aquello que mejor cuadre». ¿Cómo se premiará al hijo que lleva ante la Guardia Civil al padre porque le propinó un merecido cachete? Tampoco sería justo criticar la conducta de la joven denunciante sin tener en cuenta su presumible estado anímico ante los preparativos de separación de sus padres, que lógicamente sellará la desarticulación y rompimiento de la familia. Una vez más, los hijos son castigados por falta de entendimiento de los padres; y como escribí unas líneas arriba, el legislador presume de beneficiar con políticas de progreso, a la prole. La experiencia demuestra que no es así: que en nada los hijos se benefician de los pleitos entre los padres siendo, por contra, víctimas inocentes del drama familiar. Asegura el adagio que la ley por dura que sea, es ley, pero ¿es irrevocable cuando se muestra inútil o aun peor, perjudicial? Si el que hizo la ley hizo la trampa, parece correcto pedirle que la anule o la modifique según exigen el sentido común y la experiencia.

Al partido en el Gobierno le obliga su cacareado programa electoral mayoritariamente aceptado por la mayoría de votantes. Prometió cambios radicales en la política familiar; y se refirió concretamente al aborto, el divorcio exprés, el matrimonio. Son realidades presentes que afectan directamente a la roussoniana «más antigua y única sociedad natural», la familia. Entonces, son temas de contrastada entidad que reclaman atención inmediata y resolutiva. Que la familia sea lo que es y siempre fue. Es absolutamente necesario reinstaurar en el núcleo familiar y en la escuela los viejos conceptos de jerarquización natural y sana disciplina, restituyendo a padres y maestros la autoridad que con singular torpeza les fue escatimada y negada con infatua tenacidad. Que en la casa y en el aula manden de nuevo los que deben mandar por razones de edad, competencia y gobierno. Por extraño que parezca, se ha dicho que últimamente han mandado -a veces con ínfulas de tirano- los hijos en la casa y los colegiales en la escuela. Ya es hora de imponer la normalidad, la normalidad «cutre y antañona» detestada por la progresía petulante y cursilona.