The Artist», la película más premiada en los Óscar de este año, tenía que ganar, justo, por todo lo contrario de lo que esperan los grandes reyes del artificio hollywoodense. Es entrañable, deliciosa, sin 3D, en blanco y negro con escala de grises, muda, con los carteles de diálogo, en fotograma aparte, colocados en las escenas más significativas. Una pieza original que transcurre en el «crack» del 29, parida por un director francés que soñaba con proyectarla algún día y que cuenta con un secundario americano, John Goodman, de productor de los años veinte, gordo, ávido de ganar pasta, sudoroso, con puro en la boca. No hay palabras sonorizadas en digital, los actores se mueven con naturalidad y expresan con miradas, con el cuerpo, soltando algunas palabras (y ladridos del perro) que se comprenden a la perfección sin ser oídas. Cautiva el amor que desprende «The Artist» por todo el celuloide al cine en su estado más puro, despojado de todo ese afán de las grandes multinacionales del cine por cualquier invento tecnológico, del cual suelo huir, despavorida. Dentro de un paisaje desértico, amargo, ahíto por la bancarrota de la Comunidad Valenciana tomada por los nuevos bárbaros, la ciudadanía podría dejarse llevar por un sano descanso y risa hasta las lágrimas escapándose a ver «The Artist». Es de lo más saludable que puede hacer cualquier estudiante, parado, estafado, indignado, ceñudos, pensionistas, mujeres derrotadas, para recomponerse tras las batallas en las calles. Van a encontrarse con artistas que los mimarán y los conducirán por esas emociones denominadas por los modernos-progres como «positivas». Descubrirán a un Jean Dujardin arrollador, simpático, guapo, con una sonrisa que encandila e hipnotiza; enamorado de esa Bérénice Bejo (excelente actriz argentina y mujer del director, Michel Hazanavicius) que con su desparpajo, orgullo, gracia, seguridad, danzarina de charleston y amor por su estrella hundida, salva de la quema a la industria del cine y a su amado. Contiene esta historia ingredientes muy clásicos, sencillos, tan importantes como aquellos que nos hicieron vibrar con las pelis de Chaplin, de Ernst Lubitsh o de Billy Wilder. Y además como guinda, un perro, que no sé de dónde lo han sacado, pero es un can-actor que inspira la benevolencia más incondicional.

Con esta caja de bombones me gusta resguardarme de estos personajes de la farsa política, sin arte, reiterativos, que se escaquean del Consell, cuando se les requiere por lo de Emarsa, que lejos de ablandarse o de mostrar un ligero rasgo de alianza con un pueblo herido se tornan más envarados, más brutos y desentendidos. Pues, a pesar de todo, en mí, perdura una fe inquebrantable en la ciudadanía sobre los miles de millones que ingresa el BCE en los bancos y estos lo dan en créditos a los municipios, como prioridad, al 5 % en la banca. O sea que con tanto interés en esta operación, luego van y recortan de todas las instituciones públicas. Creo, por encima de estas ruindades, en la ciudadanía, en los sindicatos, en partidos de izquierda que van acogiendo a las clases medias, bajas, altas en España, en Europa. Los finales felices como en «The Artist», existen.