Jesucristo no quiere hacer nada a escondidas, por eso en primer lugar busca y llama a sus discípulos para que estén con Él, para que convivan con Él, para que escuchen y asistan como testigos privilegiados a todos los acontecimientos que se van a ir sucediendo. Rodeado de estos discípulos lo encontramos entrando un sábado, el día sagrado para los judíos, en la sinagoga del pueblo pesquero de Cafarnaún, a orillas del lago de Galilea. Este lugar será el centro de su actividad hasta que emprendan viaje a Jerusalén. Desde aquí Jesús ira recorriendo las poblaciones vecinas pero con su residencia localizada en Cafarnaún. Por ello, a pesar de que hace poco tiempo que Jesús vive ahí, ya lo han escuchado hablar y les impresiona a sus oyentes la autoridad con la que habla el Señor, la convicción de sus palabras, el mensaje completamente novedoso que transmite y que penetra en sus vidas. Jesús es alguien distinto, incomparable, casi extraordinario. Hasta aquí son capaces de llegar, pero no más allá.

Los hombres que le escuchan, que le rodean, que le admiran, no saben quién es o, al menos, se resisten a conocerlo más en profundidad. Pero hay alguien que sí lo conoce desde el principio: el demonio, el príncipe del mal. «Sé quién eres: el Santo de Dios». Identifica perfectamente a Jesucristo como su antagonista, como su rival, como aquel que puede vencerlo y eliminarlo. Y de hecho así lo hace. Jesús le ordena guardar silencio y marcharse. Él tiene poder para someter y eliminar al mal, expulsándolo de la vida de los hombres. Y paradójicamente sus contemporáneos no son capaces de reconocerlo, de darse cuenta de que están delante del Mesías de Dios, del Santo de Dios. No aciertan a pasar de la simple admiración por la persona de Jesús a la confesión de la fe, a creer en Él. ¿Cuántas veces no nos sucede a nosotros lo mismo? Estamos a gusto con nuestros propios ídolos, que nos someten, que nos esclavizan, que nos absorben, que nos dominan y no queremos que Cristo nos libere. Él ha venido precisamente para eso, para salvarnos, para rescatarnos, para alejarnos de esos demonios que nos envuelven. Pero tenemos que permitirle que lo haga. Tenemos que ser capaces de reconocerlo como el Santo de Dios, el que nos puede devolver nuestra vida en plenitud, nuestra felicidad, nuestra alegría perdida. Una vida que tantas veces hemos dejado en manos de otros. Volvamos nuestra mirada a Él y con humildad y sencillez preguntemos: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno?».