Cuentan que cierto monarca francés, atravesando una tarde la gran ciudad, tuvo el antojo de detener a su séquito para caminar por una calle cualquiera de la capital de su reino. Los dos ministros que lo acompañaban trataron de disuadirlo con buenas palabras. En palacio preparaban un gran baile y los primeros mandatarios extranjeros estarían a punto de presentarse. En realidad, temblaban ante la posibilidad de que el rey contemplase la enorme pobreza que llenaba el país. Él vivía feliz e ignorante en su gran palacio. Así debía seguir siendo. No obstante, el monarca se empeñó y, para sorpresa de todos, dio personalmente la orden de parar y bajó por su propio pie de la carroza. Quiso la casualidad que la comitiva se detuviera precisamente en una de las calles más castigadas por la pobreza. Los edificios eran hermosas construcciones de épocas pasadas, pero a sus pies se amontonaban gentes sin techo cuyos rostros reflejaban la huella del hambre. Para sorpresa de todos, el rey se echó a andar. Los soldados se dispusieron alrededor para protegerlo, aunque sabían que era innecesario, pues ni uno solo de los desheredados que llenaban las aceras parecía tener fuerzas siquiera para ponerse en pie. Solo miraban al rey y alguno, abrigado apenas con una tela de costal, levantaba tímidamente la mano pidiendo algo que comer. Tras un centenar de metros, el rey caminó de vuelta a su carroza. Los ministros preparaban ansiosos una disculpa. Pero el rey solo dijo una frase: «¿No creéis que es hermoso el cielo de París?». Los dos ministros quedaron estupefactos. Uno de ellos abrió la boca para hablar, pero el otro le propinó un codazo de advertencia y ambos se limitaron a asentir. Satisfechos, no tardaron en comprender lo que había ocurrido. El rey había caminado entre hambrientos, huérfanos y madres sin una gota de leche para amamantar a sus hijos. Pero todos ellos tenían tan poca importancia para él, que ni siquiera los había visto. Eran insignificantes como una brizna de hierba en el camino. Absolutamente invisibles.

No solo aquel rey era ciego. El escritor José Saramago lo resumió de forma certera: «Pienso que todos estamos ciegos. Somos ciegos que pueden ver, pero que no miran». Alrededor de nosotros discurren realidades que pueblan nuestra ciudad, pero a menudo somos incapaces de verlas. Vivimos absorbidos por una realidad que discurre con frenesí y se construye con grandes titulares de periódicos y anuncios publicitarios: aumento de los impuestos, crisis internacional, compre nuestro producto y sea feliz, escalada bélica, compre, el derbi del siglo, resultados electorales, compre, compre, compre. Vamos de la casa al coche y del coche al trabajo (quien lo tiene) con la cabeza tan llena de ideas que ni siquiera vemos lo que hay a nuestro alrededor. Sumidos en los intereses de mercado, que solo miran al ser humano, ya solo vemos al ser humano y sus intereses de mercado. Pero hay mucho más. Hay un cielo de infinita belleza sobre nuestras cabezas y un amanecer que produce un milagro cada día. Hay bandadas de pájaros que en su revoloteo dibujan formas de fantástica geometría y un sabio susurro que surge en las hojas de plata de los álamos blancos. Hay un mundo invisible de incomparable belleza ante nuestros ojos, un mundo que no nos pueden vender porque forma parte de nosotros. Un mundo de perfecto equilibrio del que podríamos aprender la felicidad.

Hace unos días, un equipo de demolición echó abajo varias casas adosadas a las murallas de nuestra ciudad. Horas después, la señora alcaldesa era fotografiada recorriendo triunfante el solar lleno de escombros. Sonreía. Pienso que era incapaz de ver lo que había ordenado hacer. Hasta unas horas antes, en aquel lugar había encontrado refugio una colonia de gatos. Unos quince felinos se cobijaban del frío en el interior de un pequeño cobertizo y recibían con maullidos de agradecimiento a las personas que iban (íbamos) a llevarles algo de comida y agua las noches que podíamos. Mi corazón se hinchaba de felicidad cuando regresaba a mi tierra y podía acercarme una noche a ver a mis queridos «guardianes de la noche», como me gustaba llamarlos. Casi nadie los veía porque a pocos importaban. Eran invisibles. Yo les susurraba a veces que estuvieran tranquilos, que en Zamora las personas que eran capaces de ver más allá del mundo humano se estaban reuniendo en asociaciones protectoras de animales y pronto presentarían un plan para ayudar y controlar las colonias de gatos de la ciudad. Zamora sería un ejemplo a seguir. Ellos me entendían. Yo era feliz y tenía esperanza.

Por desgracia, el jueves amaneció con una noticia terrible. Lo leí en los medios. El día anterior habían comenzado los derribos. Hice llamadas y me lo confirmaron: todo había sido destrozado. La señora alcaldesa había dado la orden sin ser capaz de ver que allí había más que ladrillo y tierra. Pese a que la ley autonómica obliga a ello, ninguna protectora fue avisada, ni siquiera el servicio de recogida de animales que paga el propio Ayuntamiento. Me pregunto cuántos animales murieron aplastados bajo las paredes derribadas, ahogados por la tierra o atropellados. Eran una parte de nuestra ciudad, de nuestro mundo. La señora alcaldesa, horas después, puso el pie en la explanada y convocó orgullosa a los medios. Ignoraba que muchos ciudadanos y ciudadanas sabríamos que unas casas adosadas no era lo único que había destruido.

Opino que debemos exigir responsabilidad a nuestros políticos y pedirles que sean perfectamente conscientes de las repercusiones de sus actos. Y si su error surge de la ceguera, debemos ayudarlos a ver. Las colonias de gatos callejeros son una realidad en Zamora. Algunos han sido abandonados y otros nacen en la calle, pero su inteligencia los lleva a agruparse para sobrellevar los peligros lo mejor que pueden. Hasta hace poco, los poderes públicos han buscado soluciones rápidas que, además de crueles, han demostrado ser ineficaces a largo plazo. En la actualidad, movimientos de protección animal buscan ayudar al control y asistencia de estas colonias: desparasitación, esterilización para evitar enfermedades y el aumento de las colonias, procesos de adopción... Ni siquiera piden subvenciones ni ayudas económicas, solo que los avisen y los dejen actuar. En la noche de cualquier ciudad podemos encontrar mujeres mayores que salen en busca de los gatos de las calles para dejarles algo de comida y agua, arriesgándose a las multas de la policía o a la imprecación de algún imbécil. Ellas llevan décadas reconociendo ese mundo invisible y los pueblos que lo habitan. Gracias a su ejemplo y al de quienes se preocupan por respetar ese mundo, un día todos aprenderemos a ver.