Recuerdo el escalofrío que me recorrió cuando leí el capítulo cuarto de «Locus solus», la novela del francés Raymond Roussel. El excéntrico Canterel muestra a sus invitados las variadas curiosidades que pueblan su propiedad. Una de ellas consiste en ocho cubículos de cristal. Cada uno contiene un ser humano condenado a repetir una y otra vez el momento más feliz de su vida. La crueldad de la escena me obligó a detener la lectura. El águila devorando el hígado de Prometeo o la sed eterna de Tántalo se me revelaron escarmientos sin importancia. Ellos tenían sus recuerdos para saber que una vez fueron felices. Pero a los personajes de Roussel, ¿qué les quedaba? A fuerza de ser repetido, ese momento de júbilo perdería su sentido, convertido en un espectáculo para los visitantes de la gran villa. La creatividad para el mal del hombre supera a la de los propios dioses.

Recordé ese libro hace unos días. Caminaba solo, pudo haber sido en cualquier ciudad. Giré la cabeza en un gesto distraído y me detuve en seco. Allí estaba, dentro de una gran urna de cristal, como uno de los personajes de Roussel. Era un bebé de apenas unos meses. Estaba agazapado en una esquina, pegado al vidrio y encogido sobre sí mismo en posición fetal. Pensé que tendría frío, pero de pronto me pregunté si no estaría tratando de revivir su momento feliz. ¿Y cuál podía ser en un ser tan temprano? Me agaché, toqué el cristal, pero el pequeño cachorro no se movió. Quizá dormía y soñaba con los meses pasados en el vientre materno, cuando todo era calidez, cariño y la compañía de una madre que lo envolvía con su cuerpo para protegerlo del mundo. Pero cuando nació, un ser humano lo esperaba para encerrarlo en un cubo de cristal y exponerlo en una vitrina hasta que alguien pagara su precio. No sé lo que el perro pensaba, pero sé lo que yo sentí a través de él. ¿Para esto he nacido, para que me expongan y me vendan? ¿Es esto el mundo o un infierno de soledad con paredes transparentes? Yo sabía la respuesta. Era un infierno coronado con un letrero: «Bienvenidos a nuestra tienda de mascotas». Quise pensar que no había de qué preocuparse, que alguien lo compraría y se lo llevaría lejos de allí, pero fui incapaz de engañarme. Si ese perro cometía el pecado de crecer, en unas semanas dejaría de llamar la atención de los clientes y sería sustituido por otro. Y si era comprado como regalo navideño, las estadísticas le daban un 60% de posibilidades de ser maltratado o abandonado. «Eres una mercancía», pensé, «porque en eso te hemos convertido». El infierno es de cristal y el ser humano ha levantado sus paredes.

En estos días de Navidad y regalos, vienen a mi mente las palabras de Gandhi cuando afirmaba que la grandeza de una nación puede ser juzgada por el modo de tratar a sus animales. La nuestra permite aún la venta de mascotas. Miles de animales son abandonados cada año y condenados a vagar por las calles hasta que son atropellados o mueren de hambre o frío. Voluntarios de toda España trabajan en decenas de asociaciones sin ánimo de lucro para recogerlos y encontrarles un buen hogar. Entonces, ¿no es incoherente comprar un animal en una tienda en vez de acudir a una protectora? ¿Por qué existen aún estos comercios? La respuesta es la habitual: el dinero. El negocio de la venta de mascotas mueve miles de millones en todo el mundo, los beneficios son suculentos y las pérdidas escasas. La mayoría de los animales en venta provienen de criaderos convertidos en verdaderas «fábricas de seres vivos». Si un animal no es vendido en un tiempo determinado y no es adecuado para ser explotado en un criadero, a menudo se le trata como a un excedente de producción más. En este negocio la vida es el bien en venta y la muerte es el último postor. Algunos dirán que mantiene puestos de trabajo, pero eso sería también aplicable a la venta de heroína o minas antipersona. No podemos permitir que la rentabilidad justifique cualquier actividad. Ese pensamiento es el que nos ha llevado a la situación actual, donde despidos baratos y masivos se justifican aduciendo que así la empresa podrá seguir produciendo suculentos beneficios.

No toda actividad económica es justificable y menos aún la que especula con la vida. El comercio de mascotas debería ser prohibido. Es inaceptable que perros, gatos, aves o tortugas sean criados y expuestos para su venta como meros bienes de consumo llamados a satisfacer un capricho humano. Debemos asumir la responsabilidad de cuidar del mundo en que vivimos, no servirnos de él. Responsabilidad, una palabra clave que nos transmiten desde las protectoras de animales cuando queremos que un animal forme parte de nuestra vida. Nos hacen ser conscientes de la enorme responsabilidad que asumimos, de los años que puede prolongarse la misma y de los gastos que supondrá. Claro que nos muestran lo maravilloso de tener un compañero animal, pero nunca ocultan el compromiso que supone. Compromiso, otra palabra que los grandes negociantes nos han hecho olvidar. Desde muchas tiendas de animales importa solo la venta, el desembolso. Lo demás es cosa del comprador. Pienso que los poderes públicos deben dejarse asesorar por las asociaciones de protección animal, cuyos miembros colaboran sin otro interés que mejorar la calidad de vida de los animales y promover el respeto a sus derechos. Hay alternativas más dignas, eficientes y rentables que el sacrificio de animales abandonados: el control de colonias, el apoyo a las redes de adopción, la creación de refugios y, desde luego, la prohibición de la venta de mascotas. Debemos educar a nuestros jóvenes en la adopción, no en la compra. Adoptar un animal y darle un buen hogar es crear un pequeño milagro. Comprar un animal en una tienda de mascotas es colaborar con un negocio indigno que comercia con la vida y exhibe de forma impúdica en escaparates animales recién nacidos. El infierno es de cristal y el ser humano ha levantado sus paredes. Es el momento de derribarlas.