Se dice que en este momento nuestra sociedad necesita testigos más que maestros, aunque seguramente no se pueda ser maestro si no se es testigo al mismo tiempo. Para la trasmisión de la fe hoy esto es indudable, no sólo porque así fue el encargo del Señor: «seréis mis testigos», sino porque cualquier otro camino es inútil. En otros tiempos, en los que la fe se trasmitía por contagio porque el ambiente era «cristiano», el testimonio tal vez fuera menos necesario; hoy, en cambio, es imprescindible.

Como Juan, «que venía como testigo para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe», los seguidores de Jesús están llamados a ser luz, no escondida bajo el celemín, sino puesta sobre el candelero. En tiempos difíciles existe la tentación de replegarse al interior de la comunidad o del templo por miedo o por cobardía. Entonces, acaso sin saberlo, muchos nos dirán como la judía ciega de «El padre humillado» de Claudel a su amigo cristiano: «Vosotros los que veis, ¿qué habéis hecho de la luz?».

Juan es también «la voz que grita en el desierto». Entre tantas voces que gritan desde todas partes y que invitan a gozar, a votar, a comprar, a indignarse, a firmar, a evadirse… hoy también el Salvador necesita que su voz sea escuchada, y son sus discípulos quienes tienen que prestarle la propia para hacerlo posible. Testimonio y voz son el medio a través del que hoy el que es Luz y Vida se ha de hacer presente en nuestro mundo, escaso de ambas realidades. Testimonio y voz que no son otra cosa sino la vida coherente de los cristianos, su palabra oportuna y su presencia visible.

Es probable que muchas veces esta voz sea voz que grita en el desierto de la indiferencia o del prejuicio hostil, y experimente el cansancio y la tentación de abandonar, pero el testigo tiene que responder no del éxito, sino de la fidelidad al mensaje y a quien lo encomienda.

¿Tú quién eres?, le preguntan al Bautista. Y él responde con humildad: «yo no soy el Mesías ni Elías; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, al que no soy digno de desatarle la correa de la sandalia». El testigo tiene que tener su misma modestia. Sabe, y lo manifiesta con claridad, que no se anuncia a sí mismo, sino a Otro, y que ha de dejar espacio a la libertad de los otros. La Iglesia y cada uno de sus miembros deben cuidar mucho el evitar que su protagonismo impida la trasparencia de quien es realmente la Luz. Y esto no siempre es fácil.