Señoras y señores, niñas y niños: Franco ha muerto. Lo dijo Arias Navarro y lo dice la Wikipedia. No le hagáis caso a Garzón. Por muchas vueltas que le den en la sartén, el general ya está refrito. Es un montón de huesos debajo de una losa muy pesada. De nada sirve resucitarlo cada día. El debate nos devuelve a la pesadilla. Es hora de navegar en busca de un puerto seguro. Con trabajo. La dársena del dictador está más seca que el ojo del pirata cojo con parche en el ojo.

Sacarlo de su tumba o no es el dilema. Una duda que cuesta despejar un huevo. Enzarzarnos en esta batalla es un ejercicio ocioso y caro: doce millones cuesta menearlo de su cama fúnebre. Deberíamos ocuparnos del bollo y dejar al muerto en el hoyo.

La penitencia por este pecado ya está rezada. No podemos seguir con el flagelo en la espalda. Ni apuntando con la lupa al nicho en busca de fantasmas del pasado. Los asesinos de uno y otro bando solo son un mal recuerdo, pero nunca desaparecerán del todo mientras sigamos invocándolos con terca contumacia.

Para muchos Francisco Franco Bahamonde no es más que un ciclista. Un escalador que en la vuelta a España subió tan rápido las portillas del Padornelo y la Canda, que cuando llegó a la cima se paró a comer un bocadillo en casa de José María.

Han pasado tres cuartos de siglo desde la funesta guerra civil. No podemos seguir con la misma cantinela. Parece que existen españoles que quieren dormir con el cadáver del difunto a cuestas.

Nos hemos dado un tiempo de reconciliación. Borrar los vestigios de la barbarie es imposible, pero intentarlo es recomendable: no se puede vivir eternamente en el rencor. Todos metimos la pata. Nadie puede aparecer como Pilatos lavándose las manos y echándole toda la culpa del muerto al otro. De este muerto hemos comido todos. Cuántos jefazos del régimen del innombrable eran los padres o abuelos de ilustres revanchistas de ahora.

Un comité de expertos ha emitido un informe favorable a desmantelar el mausoleo. La exhumación ha sido cuestión de Estado para unos y bagatela para otros, según el grado de utilización que quiera hacerse de la misma.

Estupendo que se dejen los huesos en su osario. Estupendo que se saquen. Pero lo que se haga, hágase con normalidad y discreción. Sin alharacas. Que no se alteren las buenas relaciones que tanto nos cuesta mantener a unos españoles con otros.

Azuzar los perros del odio no conduce a ninguna parte. Zapatero concluye su mandato agitando los fantasmas con los que lo comenzó. Pero el fantasma mayor, el que de verdad hiere y mata ahora, sigue imperturbable asustándonos a todos. El paro. Ese es el único adversario poderoso de la democracia. Ese es al que hay que combatir y desenterrar para siempre de nuestras fosas comunes.

Si realmente la tumba del dictador es una losa que pesa sobre la conciencia de millones de españoles, destrúyanla. Pero con ella vendrá la voladura de otras losas que pesan sobre la otra media España. Y vuelta a empezar. Que quiten la tumba sin golpes de pecho ni aspavientos de corneta. Quítenla, pero sin revanchista propaganda.

Franco es un mal recuerdo. Ya solo nos sirve para aprender su historia y hacer que no se repita. Como mucho, su figura solo es objeto de coleccionistas que codician sus fetiches: que subasten su espadón, sus trajes, su fajín, el palio bajo el que desfiló y hasta la flauta de su voz. Vaya el dinero a alimentar el estómago vacío de millones de españoles muertos de hambre.

Acaban de pagarse tres mil euros por unas sábanas de lino y una funda de almohada de Hitler bordadas con esvástica y águila imperial. Pues ya saben. Desnuden a nuestro ciclista y rifen su «culotte». Saquemos algo en limpio de esta estúpida guerra.

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