Víctima de lo que parece un arrebato de celos, el ex tenista francés Yannick Noah acaba de vincular los éxitos de España en el deporte con la ingesta de pociones mágicas como la que da su fuerza a Obelix en los tebeos. Se conoce que Noah es aficionado a las tiras cómicas, aunque algo podría tener que ver también con este caso la profesión de cantante que el antiguo as de la raqueta abrazó tras dejar las pistas de tenis.

Al excelente tenista que fue Noah le puede la nostalgia de los tiempos en que «no hacíamos el ridículo» delante -o más bien detrás- de los españoles. No como ahora, cuando la grandeur francesa es incapaz de dar pie con bola en el fútbol, el baloncesto o en el mismísimo Tour frente a unos celtíberos que en su opinión van sobrados de pócimas. Tan convencido está Noah de eso que ni siquiera duda en reclamar la legalización del dopaje para que todo el mundo compita en igualdad de condiciones.

Algo de razón lleva el ahora cantante, aunque la pierda por su tendencia a generalizar. Los bebedizos más o menos prodigiosos han sido y acaso sigan siendo consustanciales al deporte, pero no solo en España. Allá por los remotos tiempos de Bahamontes era fama que los ciclistas le echaban pecho a los repechos gracias a llevar el bidón siempre bien colmado de carajillo. El brebaje obtenido de la mezcla de café y coñac debiera ser más bien letal que estimulante, pero al Águila de Toledo le valía para escalar montañas y tampoco hay noticia de baja alguna por su consumo en las carreras de aquellos años. Luego vendrían las anfetaminas, la EPO, las autotransfusiones de sangre y otras variantes aún más sofisticadas de la ingeniería del dopaje.

Todo ello ha dado una pésima fama al ciclismo, deporte en el que, efectivamente, los españoles destacan sobremanera. Pero en modo alguno es el único. Aparte del negocio del pedal, que tantos pedales ha hecho coger a algunos de los deportistas que lo practican, existen muchas otras disciplinas en las que España no para de copar podios durante los últimos años. Este país que antaño fue de gente más bien bajita ha dado un notable estirón y no solo en el lógico dominio del baloncesto. También va como una moto en el deporte que popularizó hace ya muchos años Ángel Nieto; en el golf, en el tenis, en la Fórmula 1 y hasta en el fútbol, una vez conjurada la famosa maldición de los cuartos.

Por muchas marmitas de Asterix que Noah sospeche tras estos éxitos, no es fácil imaginar a Fernando Alonso metiéndose un pelotazo de lo que sea antes de darle marcha al bólido por esos circuitos del diablo. Tampoco los tenistas forman parte del pelotón de sospechosos habituales en el que, con razón o sin ella, suele encuadrarse por lo general a ciclistas y atletas. Y, francamente, cuesta creer que un deporte en apariencia tan sosegado como el golf exija a sus profesionales el uso de algún tipo de estimulante para encontrar con mayor facilidad el camino del hoyo.

Cierto es que entre los futbolistas ha habido casos de gente que se pegaba a la banda con la aparente intención de esnifar las líneas de cal que delimitan el campo; pero se trata de contadas excepciones. El balompié no es un juego de especial exigencia física ni, por tanto, un terreno abonado para el consumo de pociones mágicas. El tiqui-taca que ha llevado a la selección española a cumbres tan altas como las de Sudáfrica requiere cierto sentido de la colocación sobre el campo en quienes lo practican; pero en modo alguno le beneficia que los jugadores estén colocados en el otro sentido de la expresión.

Mucho es de temer que el cantante Noah haya caído en el paradójico defecto de la envidia: ese pesar por el bien ajeno que hasta ahora se consideraba un vicio privativamente español. El de los franceses consiste más bien en la exageración de sus propias virtudes y en la minoración de las de los demás. Será que ni el chovinismo es ya lo que era.