Ayer, en el calendario litúrgico se hacía memoria de san Martín de Tours. Es el titular del templo parroquial de Villalonso. No recuerdo que el pueblo celebrara su fiesta. Las devociones populares suelen pasar del entusiasmo fervoroso a la práctica rutinaria que conduce a la decadencia y el olvido. Pocas figuras de la Iglesia alcanzaron tan pronta y universal fama como Martín; aún era catecúmeno, y su nombre ya corría de boca en boca por los restos del Imperio. Escribió Jorge Luis Borges que hay un momento en que el hombre sabe definitivamente qué es. Un hecho singular confirió sentido trascendente a toda la vida de san Martín; la entrega de la mitad de su clámide de soldado al pobre harapiento y aterido. He contemplado muchas veces el grupo escultórico que recuerda la escena; domina el interesante retablo de la iglesia y ha merecido ajustados elogios del crítico de Arte, Navarro Talegón. Presentadas con realismo las figuras componen un símbolo de fácil interpretación y fuerza emotiva. Todos -el caballo, el santo y el pobre- están muy propios; lo decía un paisano y, en efecto, cada cual está en su papel.

La partición de la capa de san Martín es un suceso histórico que bien podría tomarse como la bella parábola del soldado caritativo. Nacido en Hungría a principios del siglo IV, Martín era soldado del ejército romano; y se cuenta que sus jefes le exigieron responsabilidades por la capa; pero el pueblo aplaudía su gesto que la comunidad cristiana consideraba ejemplarizante. Su modelo de conducta es hoy plenamente vigente porque compartir es un ineludible ejercicio de solidaridad obligado por circunstancias adversas; hoy son muchos los pobres que esperan su ración de capa, san Martín de Tours está de nuevo de actualidad para recordar sus ejemplos de compasión viva y eficaz de los necesitados. Es verdad que el modelo de comportamiento que ofrece contrasta con las soluciones que dicen tener políticos y estudiosos de la economía; pero como pontificaba el Viejo Profesor, todo ayuda... si no empece.

También se hace presente en nuestro tiempo san Martín por otra singular decisión: por objeción de conciencia, renuncia a la milicia el soldado manso y valeroso, bienquisto de sus jefes y con una brillante carrera asegurada. Así justifica ante el Mando, la sorprendente decisión: un cristiano, alega, no puede derramar la sangre de otro hombre. Sin embargo, la milicia no lo ha tenido en cuenta su defección: los caballeros invocaban su protección y con su manto los reyes de Francia salían al combate bautizado, se retira al yermo en busca de paz y soledad; luego se interesa por la vida monacal, anticipa reglas y funda conventos; los monjes lo eligen superior confiados a su guía espiritual. Y vive en ejercicio constante de la caridad, signo y norte de toda su vida. Un día, gente del pueblo que lo habían proclamado padre de los pobres, lo secuestra y atado lo lleva a la catedral de Tours donde es consagrado obispo. El episcopado lo recibe como un regalo de Dios. Conjuga las obligaciones del cargo, con la austera vida monacal y la vocación misionera, que lo lleva a derribar falsos ídolos y altares gentílicos; pero se muestra paciente con los arrianos y con los clérigos rebeldes. Viaja a la corte de los emperadores en procura de una política religiosa más justa con los cristianos. Y aún tiene tiempo para curar enfermos, consolar tristes, socorrer necesidades y acreditarse de taumaturgo. San Martín es realmente una figura estelar de la Iglesia en tiempo de grandes santos y doctores y fundadores famosos. Se ha dicho que se le dedicaron tantos altares como a san Isidro Labrador. La partición de la breve capa del soldado Martín con el pobre y la arada de los bueyes acompañados de los ángeles son dos de los iconos más repetidos en los templos católicos.