Cuando creemos conocer a una persona en profundidad pensamos que ya sabemos cómo va a reaccionar ante determinadas situaciones, qué podemos esperar de ella… pero con frecuencia nos equivocamos. Cuando esto lo pensamos refiriéndonos a Dios, además de errar, perdemos la capacidad de sorprendernos, y cerramos la posibilidad de conocerlo cada día un poco más. Porque a Dios no podemos encerrarlo en nuestros esquemas, siempre es sorprendente y no actúa de acuerdo a nuestras expectativas. «Mis planes no son vuestros planes ni vuestros caminos son mis caminos», nos ha dicho a través de Isaías en la 1ª lectura de la misa de hoy.

Esto queda patente en la parábola del evangelio. ¿En qué cabeza cabe que al final de la jornada reciban la misma paga quienes han trabajado las doce horas que los que sólo han dado el callo en la última? Allí estarían los representantes sindicales para exigir justicia, y probablemente no les faltaría razón. Pero cabe en la cabeza de Dios y en la de quienes se dejan seducir por su Palabra, entran en su atmósfera y lo van conociendo de verdad.

Con Dios no caben relaciones contractuales ni, por tanto, podemos concebir la religión en clave comercial, que pueda ser entendida como adquisición de derechos ante Él.

Trabajar en la viña del Señor es una gracia, por eso estar desde la primera hora viviendo y colaborando en su viña/reino ya es en sí una recompensa. Quien es capaz de experimentarlo gozosamente como don participa de la alegría del Dueño abriendo el campo para todos. Sentir envidia (de «in-videre», no ver) es eso, tener una visión miope de la justicia, incapaz de ensanchar la mirada para compartir la justicia de Dios, la que justifica, la que salva, la que es amor y quiere acoger a todos en su reino de Vida para el que no hay limitación de hora, del que únicamente se excluyen los que voluntariamente se niegan a trabajar en él.

Jesús se dirige a los judíos, los primeros invitados, que no aceptan ser tratados como los paganos, los últimos en llegar, pero en el evangelio se habla con frecuencia de otros «últimos» que serán «primeros»: pecadores, publicanos, leprosos, niños, insignificantes… Da un cierto «respeto» traducir hoy estos «últimos» y ponerles nombres concretos para formar parte de la viña del Señor en igualdad de condiciones.

De lo que sí podemos estar seguros es de que a nuestro mundo y a nuestra sociedad no le vendría nada mal que se viviera, aunque fuera sólo un poco, este novedoso concepto de justicia que hoy presenta la parábola de los invitados a la viña, y que fuera algo más que una propuesta demagógica en campaña electoral.