Bajo la advocación de Nuestra Señora de los Mozos celebra Villalonso la Natividad de la Virgen María; como en años anteriores, las fiestas se anticiparon para contar con la presencia de los veraneantes. Singular advocación y curiosa cofradía: los mozos festejando devotos a una niña recién nacida. ¿Quién fue el afortunado que tuvo tan gentil ocurrencia? Misterios gozosos de la piedad popular. Singular es también el grupo escultórico que en la zamorana iglesia de Santiago evoca con ingenuidad encantadora, una escena familiar en torno a la Virgen María: su madre, Santa Ana, sentada en la cama, asiste al baño de la Niña en una tina, asistida por dos sirvientas. No debe ser frecuente en la iconografía el nacimiento e infancia de la Madre de Dios. Hace años, Pedro Morales, escritor y director de un periódico de Andalucía, me pidió que le facilitara una foto del citado grupo escultórico, pues le interesaba mucho por la rareza y la sencilla plasmación del mariológico tema.

Es admirable el afán de los pueblos por mantener fiestas y tradiciones, a pesar de la emigración que ha diezmado sus censos. A Nuestra Señora de los Mozos le ha ocurrido lo que a no pocos santos patronos: ha perdido clientela por falta de público ¿Dónde están mis mozos? se preguntará. 1937: en clave de natural dramatismo hacía la misma pregunta el párroco don Herminio Higueras a los hombres y mujeres que llenaban la iglesia; sin mozos no hay fiesta, añadió; y todo el templo fue un sollozo. Se reanudaron las fiestas cuando, acabada la guerra, regresaron de los frentes los que tuvieron la fortuna de volver, pues siete -durísima contribución- fueron de los innumerables caídos evocados en el dolorido memento de Pemán: «¡Pobres muertos en el campo / sin lápidas y sin cruces...». Antes que la guerra, la política había intentado hacerse notar en la fiesta, con daño de la inveterada armonía. En 1931 se originó una rara zapatiesta: unos mozos querían marchar a los sones de la Marcha Real; otros, exigían a los dulzaineros que tocaran el Himno de Riego; los primeros se escudaban en la no escrita ley de Usos y Costumbres; los otros alegaban la realidad republicana aún vigente. Creo recordar que se llegó a una solución transacional que podría considerarse civilizada como, con cursilería estomagante, hoy se dice de los divorcios: en la calle se tocaría el Himno de Riego, y en la iglesia, la Marcha Real. Acuerdo lógico, comentaba con sorna el tejero Ananías: ¿Cómo se le va a tocar al cura en el momento de Alzar la Hostia, lo de la paliza que le van a dar? Pues bien, con la paz se reanudaron las fiestas en honor de Nuestra Señora de los Mozos, de conformidad con el curioso ritual y con renacido entusiasmo; naturalmente, después de las penalidades pasadas, los mozos cogían el jolgorio con ganas.

La cofradía de los mozos estaba reglamentariamente jerarquizada. Dos mayordomos, el uno que daba las uvas, y el otro que regalaba la «colación» consistente en un paquetillo con garrapiñadas, caramelos y avellanas; cofrades con todos los derechos y obligaciones; aspirantes, los adolescentes llamados rapagones que solamente contribuían al pago de los músicos; y los solterones que habiendo perdido la condición de cofrades activos, ayudaban al pago de los gastos del culto. En todos los actos reglamentarios, los cofrades eran obligados a llevar capa y sombrero sobre el traje de riguroso estreno; y se les exigía compostura y silencio so pena de verse apuntados por los vigilantes y pagar la multa prevista. La misa solemne y la procesión con la imagen de la Virgen resultaban siempre multitudinarias, dado el gran número de forasteros. Especialmente curiosa, la ceremonia de la víspera en la plaza de la Iglesia; llegaban los mozos en dos filas y se situaban en amplio corro. El cura, entre el pueblo, como un espectador más. Uno de los mayordomos dirigía las oraciones: un padrenuestro por los cofrades difuntos y una salve a la Virgen Patrona. Terminaba con la frase de ritual: ¡Que en el Cielo nos veamos! Cofrades y público contestaban: Amén. Pues, así era.