El día acabó. Llega la noche y perdida la última realidad visible el espacio se puebla de millares de ojos sexuales que observan con lascivia a esta ciudad inocente y dolorida, escondida tras los ventanales cerrados, que a fuerza de desengaños y de trompazos ha dado en no creer en nada. Es como un deseo condensado, como una inacabable y ardiente respiración entrecortada, esta oscuridad sin fisuras que se ha adueñado de la «bien cercada».

Nada emerge en un universo sin geometrías. Es la noche y no hay referencias, únicamente bandoleros invisibles y su rotunda victoria sobre las formas. Llegaron por el río abajo en silencio. Entraron por el convento de las Dueñas de Cabañales sorprendiendo a las dieciocho dominicas en la hora de completas, pasaron al otro lado por el Puente de Piedra y siguieron por las choperas de la margen derecha hasta las aceñas de Olivares y el Campo de la Verdad. Debían ser cientos aquellos jinetes negros. En un instante se deshicieron de la iglesia de Santiago de los Caballeros y luego fueron ocupando sistemáticamente las calles más bajas de la Horta sin encontrar resistencia alguna. Zumacal, Paternóster, Caldereros, Buscarruidos, Tenerías, Carpilleros. Todas fueron cayendo, una tras otra. Ni las altivas murallas pudieron resistir a la implacable oscuridad. Llegaron en silencio con las primeras sombras montando caballos negros, se adueñaron de la ciudad y allí permanecerían hasta momentos antes de que viniera el alba.

La noche ha llegado hasta aquí y con ella, una vez más, su sordidez. Cortinas ensangrentadas, conjuras, traiciones. Tal vez crímenes inconfesables ¿Por qué no? ¿Acaso no es posible absolutamente todo en un mundo presentido como éste? Hijos repudiados. Padres incomprendidos. Esposos cumpliendo, una vez más y entre bostezos, con sus obligaciones conyugales. Jóvenes amantes que se destrozan los sudorosos cuerpos en camastros extraños. La puta depilada y ungida con aceites costosos. La meretriz desdentada que fuma cigarrillos baratos y espera. El clérigo atrapado por su lujuria. El asceta que da una vuelta más a su cilicio. El avaro que cuenta sus monedas. El deportista y sus medallas. El militar y su guerrera. El joven que sueña. La joven que espera. El niño que duerme. El humillado, el ofendido, el indignado. Todos caben tras los ventanales cerrados de esta ciudad carcomida por la falta de compromiso de sus intelectuales y por el servilismo y la ineficacia de la mayor parte de sus políticos.