Murió esos días de ahí atrás Theodore Roszak, autor oscuramente famoso por haber inventado una palabra y acaso un concepto: el de la contracultura. Roszak no es un seudónimo de Belén Esteban, como quizá se maliciasen muchos de los que se enteraron de la existencia de este erudito por las notas necrológicas ahora ascendidas al más campanudo rango de obituarios. En realidad, el autor de «El nacimiento de una contracultura» fue un decidido militante en la causa de la cultura e incluso en la de la más módica alfabetización de los pueblos.

Chesterton solía decir que el periodismo consiste básicamente en «informar de que Lord Jones ha muerto a gente que no tenía la menor noticia de que Lord Jones estuviese vivo». La definición, un tanto exagerada, se cumple casi al pie de la letra en el caso de Roszak, probablemente menos conocido que la contracultura a la que dio nombre. Nada raro, si se tiene en cuenta que ese movimiento fue un fenómeno específicamente estadounidense ligado a la guerra del Vietnam, que apenas decía nada a los españoles en el ya algo remoto año 1968. Cuando Roszak publicó su ensayo, los pocos ilustrados de este país tenían preocupaciones mucho menos místicas y, a lo sumo, su referencia fuera de España era el Mayo del 68 en París. Los «hippies», el «flower power» y las fumadas de marihuana en los campus de Estados Unidos quedaban un poco lejos, con Franco tan cerca.

De ese desconocimiento nacieron algunos malentendidos. La idea misma de una contracultura llevó a muchos a pensar que se trataba de una revolución contra la cultura tradicional; pero las apariencias -y los nombres- engañan. Lo que Roszak animaba a combatir era más bien el poder de la tecnología que, a su juicio, era la causa de todos los males del mundo. Con brío e ingenuidad típicamente americanos, el profesor ahora fallecido creyó ver en los jóvenes de la época -a los que la Historia no tardaría en prejubilar- el germen de una «sociedad alternativa» capaz de acabar con las desdichas de la tecnocracia. Sus armas eran el pacifismo, las drogas psicodélicas que abrían las puertas de la percepción, la abolición de los tabúes sexuales, la comunión del rock y el espíritu pastoril de los «hippies». Todo eso que entonces parecía el súmmum de la modernidad tiene ahora el inconfundible aroma de la naftalina, pero ya se sabe lo rápidamente que suelen envejecer las vanguardias.

Lo que queda de la contracultura es la espuma de las palabras. El término está aún en uso para definir muy distintas cosas y, apurando mucho los conceptos, podría decirse que ha dejado como herencia la actual preocupación por el medio ambiente o los movimientos «alternativos». Incluso el «pensamiento miss» que aboga por la paz en el mundo es en cierto modo una de las secuelas de la movida contracultural de los sesenta.

En todo lo demás, Roszak no demostró grandes dotes de profeta. «La tecnocracia resultó ser más fuerte de lo que imaginé», confesaba durante una visita a España hace veinte años. Ni siquiera él podía adivinar entonces el mundo que se asomaba ya a la vuelta de la esquina con la revolución de Internet, las redes sociales, las tablets, los teléfonos inteligentes y toda la cacharrería tecnológica que -esta vez, sí- ha cambiado por completo los hábitos de la sociedad. Un maravilloso nuevo mundo de las tecnologías que acaso fuese para el profesor de Berkeley una visión más o menos aproximada del infierno.

Convertido en un reaccionario a su pesar, Roszak dedicó los últimos años de su vida a atacar los «excesos de información» con los que la nueva cultura tecnológica contamina y confunde las mentes de los jóvenes. «La alfabetización tecnológica puede esperar, pero la alfabetización a secas es imprescindible», afirmó tras constatar que muchos de sus alumnos universitarios eran incapaces de entender el contenido de un libro. Y eso que el inventor de la contracultura no conocía la España de Belén.