En la serranía madrileña multitud de flores exhiben sus gracias: la fragante lavanda con su penacho violeta en la cabeza, las largas pestañas de la viborera, la pasión prohibida de las amapolas, la máscara textil, imponente y frágil, de la flor de la jara, el tamaño sibarita de unas lamiáceas color vino, la costumbre tranquila de las margaritas. Todas compiten, bajo el trino de un mirlo, en los claros de hierba del bosquete de encinas y enebros, sacando al caminante de si mismo. De pronto el gruñido sordo y fuerte de un gran animal, con un timbre claro de advertencia, se deja oír al lado mismo de la senda, entre una mata de carrizo de alto porte. El caminante echa el telón a la escena idílica, acelera el paso, afina los sensores tras sus pasos, sin volver la cabeza, y, llegado el momento de filosofar, se dice que la belleza tiene siempre cerca un guardián salvaje, violento y pestilente.