Pues es la conclusión que saqué de la intervención del arquitecto Moneo el pasado día 11 de mayo acerca de los avatares que habían sucedido en el desarrollo del proyecto del museo de Baltasar Lobo. Como aperitivo nos mostró una obra suya recientemente terminada y verdaderamente espectacular, de un edificio universitario en Nueva York. Fue una introducción que podía interpretarse como el de teñir con tintes exculpatorios toda su intervención. No obstante, las escasas explicaciones que nos dio del proyecto del Museo no nos permitieron a algunos hacernos idea de las verdaderas razones por las que el proyecto se convirtió en un caso fallido y su autor defenestrado. Tampoco el presentador del conferenciante y responsable de la solución final del Castillo y el Parque, el arquitecto Somoza, aportó dato alguno. Ambos arquitectos, en sus respectivas intervenciones o actitudes, nos confirmaron una autonomía o independencia en sus papeles respectivos, no sé si para definir nítidamente competencias y responsabilidades, o si es que la marca del secretismo que manda en los asuntos del urbanismo de la ciudad afectaría incluso a los que debieron compartir y colaborar en las tareas de su ejecución.

Tampoco ayudó mucho para aclarar detalles del desarrollo del proyecto la forma de exposición que Moneo utilizó. Para explicar los detalles del edificio neoyorquino, mantuvo una posición frontal de cara al auditorio, cerca de la pantalla de proyección de imágenes, fase en la que todos pudimos enterarnos de las razones del proyecto universitario. Pero cuando empezó a ocuparse del tema principal, que era el Museo, se desplazó hacia la mitad de la sala y se sentó rodeado por el primer grupo cercano que tuvo y así lo repitió un par de veces más, permitiendo que pequeños grupos tuviesen con él un intercambio de ideas, de maestro a discípulos. Estrategia muy bonita y adecuada para la enseñanza universitaria, en que la interacción de grupos se benefician mutuamente de los distintos enfoques que se produzcan. Aquí, con tal estrategia, el conferenciante pudo administrar los escuetos límites que marcó a su intervención y de que se nos hurtasen las razones de por qué se hizo inviable el proyecto. Pues no acaba de entenderse que el proyecto naufragase a partir de la excavación que se hizo en el recinto del Castillo y apareciesen restos arqueológicos, pues esto era sabido y por tanto previsible.

Aun contando con la aparición de restos arqueológicos, no era condición suficiente para parar el proyecto, pues ya el mismo Moneo tuvo que resolver e integrar los restos arqueológicos que aparecieron en el solar donde se construyó el Museo de Mérida. Y si la excavación iba a impedir la realización del proyecto ¿por qué se continuó sabiendo que ello iba a significar el fin de todo lo proyectado?

La solución que mostró Moneo de englobar todo el recinto comprendido dentro de la fortaleza bajo una cubierta general, venía a ser como la varita mágica que venía a transformar todo: ruinas y nueva construcción en materia museable, componentes tan diversos convertidos en objetos aglutinados bajo una capa integradora. Ello me pareció una opción discutible, porque si bien esta acción expeditiva simplificaba la complejidad inicial señalada, pero que recurría a un argumento demasiado fuerte basado en la protección de unas ruinas tan consistentes que han resistido más de mil años de antigüedad.

La verdadera dificultad residía en la intervención dentro de un recinto tan complejo, con elementos en parte destruidos, coexistiendo con nuevos elementos de arquitectura sujetos al cumplimiento de cometidos y funciones diversas. Y es aquí donde puede aparecer la verdadera razón del colapso del proyecto imaginado, de cómo no es posible cumplir con el programa establecido por falta de espacio para la superficie demandada y que al propio arquitecto no le atraía esta mescolanza de ruinas y nuevas estructuras.

Hay un intento de buscar una solución, antes de abandonar el encargo, y es la propuesta de utilizar la Casa de los Gigantes, verdadera pieza comodín, y a partir de ella se inventa un nuevo edificio de mayores dimensiones que el actual edificio, del que solo guarda la línea de fachada a la plaza de la Catedral. Es una solución forzada que demuestra la buena voluntad del arquitecto, pero poco realista porque el actual propietario del edificio va a vender cara la propuesta que se le viene a las manos. Y además, este nuevo edificio va a suponer una alteración del Plan general, por el aumento de edificabilidad, y porque es una edificación que no responde a un planteamiento general del entorno y aparecería como un cuerpo extraño.

Detrás de lo conocido y fuera de la vista, uno se imagina la cantidad de situaciones conflictivas que hayan ido apareciendo y que se hayan tenido que resolver sobre la marcha. Al fin, la situación se habrá hecho insostenible por la magnitud de un problema que no ha encontrado solución viable y se habrá planteado entonces la renuncia definitiva al Museo, en pro de la solución del aprovechamiento de las ruinas del Castillo como entorno para ser visitado, objetivo de menor entidad pero justificante del tiempo y de los abundantes recursos gastados.