Los relatos siempre inacabados nos adentran en los diálogos que el impecable comandante suizo mantiene sin alterarse con los brutales controladores estadounidenses. Al no imponer su educado criterio, su avión se queda sin combustible y se estrella. Cómo no recordar al piloto norteamericano que anima a su avión «vamos, baby, sube», segundos antes de estrellarse contra una cordillera colombiana. En la mayoría de casos, los diálogos demasiados humanos acaban con centenares de fallecidos. Si hay suerte, los pilotos dormidos se limitarán a dejar atrás el aeropuerto de Tokio al que se dirigían.

En España, prosigue la onda expansiva del accidente de Spanair en Barajas. Tras dos años de instrucción y peritajes para todos los gustos, cuesta decidir quién es más culpable. Sin embargo, a un profano le asombra que un miembro de la tripulación telefonee a su pareja mientras se desarrollan las maniobras de despegue. Las cajas negras del vuelo de Air France estrellado en el Atlántico fueron recuperadas por la ejemplar testarudez de Sarkozy. De nuevo, el accidente perfecto tiene una narración descarnada en boca de los tripulantes.

El avión que despegó de Río para no aterrizar jamás en París sirvió para que Occidente descubriera que una amplia región del Atlántico no tiene cobertura de radar. A partir de ahí, la tormenta tropical, el comandante que se va a dormir en un gesto rutinario cuyo protocolo suena hoy sobrecogedor, el copiloto inexperto que toma una decisión probablemente equivocada, la desactivación de las primitivas sondas de determinación de la velocidad, y una caída de minutos hacia la muerte, donde los pasajeros llegaron con los cinturones puestos. Habitualmente, un profesional pilota un avión con menos concentración de la requerida para escribir este artículo. De repente, ha de convertirse en un Dios omnisciente. A menudo lo logra.