Si el psicoanálisis estuviera otra vez de moda, con la crisis del pepino los seguidores de Freud tendrían casi tanto trabajo como los gastroenterólogos. En una red social se interrogaban el otro día sobre el manión que nos ha cogido Merkel a los españoles: «¿Qué le pasa a la Merkel? Los pepinos, las vacaciones, la jubilación... Acaso no ligaba cuando venía a veranear a España?». Como ven, una cuestión de pepinos, al fin y al cabo, solo que en diversas formas. Y sí debe ser cierto que a Merkel, criada al otro lado del telón de acero, nunca le sobraron oportunidades para ponerse como una gamba al sol de Mallorca mientras apuraba unas cuantas birras, como hacen sus compatriotas. No sabemos en cambio si la senadora de Hamburgo que dio la voz de alarma para cargarse ella solita las exportaciones de verduras patrias, sostuvo algún romance frustrado con un fornido, bajito, moreno y vaguete español que justifique su verborrea, pero seguro que si bebiera gazpacho más a menudo no se acaloraría tanto.

Lo evidente es que si el caso hubiera sido al contrario, es fácil adivinar que la respuesta de los teutones hubiera tenido un talante menos comprensivo. Puesto que la «E. coli» asesina y mutante se transmite también por las manos mal lavadas, ¿se imaginan que le pagáramos con la misma moneda y restringiéramos el paso a los alemanes que pretenden desembarcar en las tumbonas de nuestras playas? Porque si se trata de tirar de tópicos, el que esté libre de pecado que muestre las dos axilas, que bien sabemos que en lo tocante a higiene y depilación, las centroeuropeas lucen sin complejos superficies epidérmicas que riáse usted luego de cualquier otro pelo de la dehesa.

En el fondo, la crisis de los pepinos evidencia un nuevo choque de civilizaciones. Muerto Bin Laden y con medio Norte de África y Oriente Medio sumidos en sus propias revoluciones, parece que la confrontación Oriente-Occidente ha dejado paso al viejo conflicto Norte-Sur. Los ricos que tiran de la locomotora y los pobres que sestean a su costa. Los alemanes no son los únicos en lanzar piedras más allá de los Pirineos. Putin se niega a comprar verduras españolas porque no quiere «envenenar» a sus compatriotas (una obviedad, ya sabemos que se les dan mejor las dioxinas como le ocurrió al pobre Yushchenko), los franceses han dejado de tirarnos los camiones para realizar una cruzada por los supermercados galos y los suecos hace poco se tronchaban en un programa de televisión sobre la escasa eficiencia de los trabajadores españoles porque nos tiramos hasta las tantas en la oficina.

Todo lo cual me devuelve a lo que decía al principio: el machismo ibérico fue un mito que solo dejó a unas cuantas alemanas y suecas con un ataque de histeria permanente. A ver si lo que piden en realidad es que los pepinos salgan de debajo de los invernaderos.