Quizá la fe pida demasiado. Quizá el amor sea una exageración. ¿Se puede de verdad creer lo que afirmamos creer?, ¿se puede de verdad amar como afirmamos que hay que hacerlo? En el fondo creer y amar son dos verbos siempre tan excesivos que cuando quieren hacerse verdaderos en nosotros son tratados como intrusos de no muy buenas intenciones por nuestro corazón y nuestra razón. Entonces, un ejército de anticuerpos reacciona en nosotros diciendo: «mejor adaptarse al mundo y no soñar», «mejor tener sentido común».

La fe, sin embargo, no quiere nunca adaptarse al mundo, la fe no quiere someterse nunca al sentido común. La fe solo quiere someterse a Cristo, ese loco de Dios que se dirigió a Él como Padre incluso cuando solo sentía su ausencia, que amó a los suyos incluso cuando éstos le daban la espalda. La fe confiesa que ese Cristo ha recibido el poder y la gloria para siempre, y al confesarlo se hace tan loca como él para los sabios y entendidos de este mundo.

La ascensión de la que nos habla hoy el evangelio de Mateo no es un viaje astral ni un paseo por los cielos, sino aquella situación que produce la palabra de Dios cuando pone finalmente todo en su sitio, cuando acoge lo que es suyo y deja fuera lo que no tiene sitio en Él. Aquel acto divino por el que Cristo es hecho partícipe del poder y la gloria del Padre. No se trata de llevarlo a algún sitio distinto, sino dejarlo en el mundo para siempre, pero del lado de Dios, ese lado que es intocable para el mal y la muerte.

Al lado de este Cristo que nos quiere junto a sí del lado eterno de Dios, vivir la fe consiste en no dejarse definir por el peso de nuestra fragilidad, sino por la ligereza que nos da el conocimiento de la gloria a la que somos llamados y que no tiene marcha atrás en el Padre; vivir la fe consiste en no dejarse definir por el deseo de ganar el mundo con sus bienes y vanidades, sino acogerlo como gracia para la vida compartida. Pero esto, ¡el que no lo sepa que lo aprenda ya!, apenas tiene sitio por estos mundos (que no son muy de Dios) y no es extraño que dudemos. Las vacilaciones de los discípulos frente a Cristo resucitado son un consuelo para las nuestras.

Celebramos hoy que donde no podía llegar la fuerza de la razón y del amor humano llegó Dios, y Cristo se hizo exceso de vida y amor para nosotros dándonos sitio en el mismo corazón de Dios. ¿No merecería la pena creerlo de verdad, vivirlo apasionadamente y ofrecerlo sin pudor para dar sentido a tanto bautismo frustrado?