Hace algo más de una semana aterricé en la capital mexicana. Cuando recorro las calles de una de las aglomeraciones más populosas del mundo (es como si el cuarenta por ciento de la población de España se concentrara en torno a la capital madrileña), la vida se ve de otra manera. Converso con los colegas de la Universidad Autónoma Metropolitana, que me han invitado hasta finales de junio a impartir varias conferencias, conocer proyectos de investigación y firmar algún convenio de colaboración, y me dicen que los problemas de España no son comparables a los que viven los ciudadanos de estas tierras. Ya me he dado cuenta. No obstante, comento con ellos una de las primeras noticias que leí en la prensa: «La tasa de paro en México es del 5 por ciento». Cuando les recuerdo que nuestra tasa de paro alcanza el 20 por ciento y que en los jóvenes supera el 40 por ciento, me dicen que las cifras de desempleo aquí son engañosas: abundan los trabajos informales y precarios, la economía sumergida es muy elevada y los salarios son bajísimos.

La radiografía de mis colegas universitarios la he podido comprobar en varios detalles. En las gasolineras es fácil encontrar a ocho, nueve o más jóvenes que atienden a los conductores que van a repostar, disputándose y atrayendo con banderitas al conductor que llega. La razón es que tras la carga de combustible llega lo mejor: la propina. Cuantos más coches servidos, más propinas. Y lo mismo sucede en restaurantes, tiendas o supermercados. El otro día entré en una tienda y me llamó la atención que tras la cajera había una persona que me ayudaba a introducir los productos en las bolsas. Pensé: «¡Qué amables son los mexicanos!». Y es verdad que lo son. Al día siguiente, sin embargo, una colega me dijo que si le había dado una propina. Le dije que no, ya que en España no es habitual. En la siguiente ocasión no pude por menos que dejar la correspondiente gratificación, tratando de poner en práctica el dicho que suele utilizarse con los extranjeros: «Allí donde fueres, haz lo que vieres».

El día a día en un país extranjero es lo que tiene: te ayuda abrir los ojos, a estar muy atento a todo lo que te rodea y, sobre todo, a cuestionarte muchas de las ideas, los principios y las opiniones que uno mismo suele defender, a veces a capa y espada, en su país de origen. Un buen baño de conocimientos de otros países y otras culturas no nos vendría mal a todos de vez en cuando. Recuerden que siempre se ha dicho que el nacionalismo es una enfermedad que se cura viajando. Y fíjense que digo viajando y no haciendo turismo, que no es lo mismo. El que viaja sale de casa con la disposición de descubrir por sí mismo otros modos de ser y de hacer con una finalidad eminentemente de crecimiento personal. El turista, por el contrario, prefiere tomar el viaje como un mecanismo de desahogo y esparcimiento. Yo he sido muchas veces turista y aquí, a algo más de 9.000 kilómetros de distancia de mis seres queridos, prefiero ser viajero. Por eso hoy les he contado lo que acaban de leer.