En un comentario hacían burla sobre la similitud de sus carnosos labios y papadas y hacían cábalas sobre sus más que probables lazos de familia. Era patético.

A esto hemos llegado, pensé. Y no porque «La Veneno» no se merezca tanto respeto como Leire, sino porque, obviamente, aunque tuvieran cara de pan, no tendrían que haber tenido la cabeza metida en el mismo horno. Pedí que las retiraran. No puedo reproducir aquí lo que me contestaron.

Las elecciones, en muchos sitios, se presentan de vómito. Una señora decía por la radio que su partido no podía tener listas en todos los pueblos porque en el medio rural la gente tiene miedo. Es posible que sea cierto. Lo que no es cierto es que el miedo lo sientan solo los correligionarios de la señora. El miedo es libre y va por barrios. Creo, con esa señora, que en muchos sitios hay, más que miedo, pánico. Es donde los alcaldes son casi vitalicios, con mandatos de veinte o más años, tipos que tienen al pueblo metido en un puño porque son los amos de las prebendas. Y de todos esos y todas las adscripciones políticas hay en la viña del Señor.

A veces pienso que llegamos a ser tan fanáticos en nuestras apreciaciones, que nuestro adversario político se convierte en una especie de combatiente, de enemigo al que hay que abatir. Envidio cuando veo a dos señores que no piensan igual tomándose un cafelito sin miedo a que uno le meta al otro el azucarillo en el ojo.

Días pasados me contaba un amigo que un concejal se vio tan agobiado por una especie de hordas iracundas que temió que le golpeasen. El mismo amigo, concejal también en un pequeño pueblo, vivió en sus carnes la animadversión de unos energúmenos que, en un Pleno, casi se le echan a la yugular por no opinar como ellos.

Estamos llegando demasiado lejos. Es como si la democracia no entrara en nosotros. Como si no fuera verdadera democracia si el poder lo detenta el otro. El insulto es la moneda corriente entre la gente que tiene distintos puntos de vista sobre un mismo asunto. Parece que todos tenemos que ver el mundo bajo el mismo prisma.

Cuando nos sale el animal que llevamos dentro, el ambiente se hace irrespirable. Respetar al prójimo es un ejercicio heroico. Preferimos su aniquilamiento político y social. El adversario, por el hecho de serlo, se convierte en un ladrón, usurero, chupón.

Es cierto que la clase política está lastrada con la pesada carga de sus abusos y prebendas, pero existen miles de hombres y mujeres que quieren echar una mano a su pueblo sin esperar nada a cambio. Es una lástima que a esos, a los buenos, a los dignos, a los desinteresados les descalifiquemos antes incluso de votarles.

Con demasiada frecuencia oímos que se presenta Pepito, que está arruinado y dejó a su mujer, que le gusta beber vino o que baila bachata a escondidas con una sudamericana. La descalificación es el sustitutivo del diálogo y la propuesta. No pensamos lo que Pepito tiene que ofrecernos. Pensamos en cómo crucificarlo.

Días pasados me hacía gracia un comentario que, amparándose en el anonimato, intentaba descalificar un artículo. No argumentaba, no expresaba opinión alguna, se limitaba a decir que me había visto salir en las fiestas de El Puente de Sanabria. Deduje que estaba de acuerdo con mi opinión, de otra forma no hubiera gastado el tiempo en sembrar la duda sobre lo bien que bailo.

Estos profesionales del insulto, que a la sombra del anonimato quieren ganar la razón, llegan a extremos que no son admisibles. No, yo creo que por muy grande que sea el afán de hacerse con el poder, no se deben traspasar las rayas de la ética y la democracia, que en ningún caso son navajeras, sino respetuosas y dialogantes.

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