Hemos progresado en conocer las bases biológicas que hacen posible el habla pero ignoramos cual fue la primera palabra, dónde y cuándo se pronunció. Quentin D. Atkinson, biólogo de la Universidad de Auckland, en Nueva Zelanda, se ha adentrado en un territorio que, desde la perspectiva de la ciencia, se presenta resbaladizo para determinar que el lenguaje tiene al menos 50.000 años de antigüedad y que se originó en algún lugar del suroeste de África, tal y como publica en la revista «Science».

«El habla es nuestra creación más efímera, es poco más que aire». La lingüista Christine Kenneally caracteriza así la condición problemática del estudio del habla primigenia, algo tan inaccesible como para que la Societé de Linguistique de París decidiera en 1886 que no era asunto de ciencia dada la imposibilidad de comprobar con rigor cómo surgió la palabra. Seis años después, sus colegas de la London Philological Society siguieron el mismo camino y la indagación sobre los orígenes del lenguaje terminó por convertirse en un problema ajeno al mundo académico. Esta situación cambió hace dos décadas, cuando la arqueología del habla empezó a progresar sobre el terreno firme que proporcionaban avances en el estudio de las bases biológicas del lenguaje como los obtenidos por Philip Lieberman. A la apertura de este campo contribuyeron también la emergencia de trabajos como los de Steven Pinker sobre la evolución del lenguaje, que rompían con el absoluto dominio de la visión innata del habla de Chomsky. «Después de cien años de incómodo silencio, se había vuelto inteligente, respetable e interesante preguntarse en voz alta cómo demonios habíamos llegado a convertirnos en una especie con palabras», resume Christine Kenneally en «La primera palabra» (Alianza editorial, 2009).

La proliferación de estudios sobre la materia no ha conseguido, sin embargo, establecer unas bases fiables y de amplia aceptación en la comunidad científica. Quentin D. Atkinson lo intenta ahora con este artículo en el que determina que el lenguaje surgió en África hace entre 50.000 y 100.000 años. Ello estaría en consonancia con los análisis evolutivos que localizan el origen de la humanidad actual en un reducido grupo humanos que habitó el continente africano hace al menos 60.000 años.

Atkinson ha trasladado a la lingüística los procesos estadísticos que se emplean para construir árboles genéticos en base a secuencias de ADN. En medio de las suspicacias de los lingüistas, poco proclives a los modelos matemáticos, y en consonancia con la procedencia de esa metodología , el biólogo centra su trabajo en los fonemas, los genes del habla, las unidades más simples de la lengua. Estos paralelismos entre biología y lengua no son nuevos en el estudio de la evolución y han sustentado ya antes investigaciones como las del genetista Cavalli-Sforza («Genes, pueblos y lenguas», Crítica 2000). Al igual que la dispersión que siguió a la salida de nuestra especie de su cuna africana derivó en una progresiva merma de la diversidad genética, Atkinson observa que los lenguajes africanos tienen una gran riqueza fonética -hasta cien fonemas distintos- frente a los hawaianos, que apenas utilizan trece de esas unidades elementales. Entre esos dos extremos, el inglés tiene 45 fonemas y el español 24. Aplicando ese patrón evolutivo a unos 500 lenguajes de todo el mundo en ese patrón, el biólogo vincula el origen del habla con la gran migración de los ancestros africanos, que llevó a nuestra especie a colonizar el mundo.

En «La gran migración. La evolución humana más allá de África» (Crítica 2011), su libro más reciente, el paleontólogo Jordi Agustí apunta también que, en ese mismo período al que alude Atkinson, se registra una emergencia del pensamiento simbólico. «En la base de esta nueva mente se esconde muy probablemente un salto cualitativo en la capacidad de comunicación lingüística, ya basada en una gramática compleja», apunta Agustí, que atribuye a la adquisición de ese pensamiento simbólico el empuje necesario para dejar atrás nuestra patria biológica. Mark Pagel, biólogo de la Universidad de Reading, en Inglaterra, considera al lenguaje como el elemento crucial de la salida de África. «El lenguaje fue nuestra arma secreta y tan pronto como lo conseguimos nos convirtió en una especie realmente peligrosa», afirma Pagel, quien respalda el trabajo de Atkinson.

Pese a los recelos que despierta, el reciente artículo de Science intenta acotar un escenario temporal en el que ahora las discrepancias son enormes y afianza la tesis de quienes sostienen que hace en torno a 100.000 años las lenguas habría tomado ya una forma similar a la actual. El antropólogo y lingüista estadounidense Edward Sapir, vinculaba, en 1921, el lenguaje con la aparición de los primeros instrumentos de factura humana, lo que le llevaba a sostener que hablamos desde hace dos millones de años. Para el catedrático de Psicología Evolutiva de la Universidad de Liverpool, Robin Dunbar «parece que el discurso (y, por tanto, el lenguaje) entró en escena aproximadamente medio millón de años atrás, al menos en cierto grado» («La odisea de la humanidad», Crítica 2007). Dunbar sostiene que el lenguaje sustituyó al despioje en el cometido de afianzar los vínculos entre los miembros de un grupo a medida que el número de ellos crecía. Para la mayoría de los lingüistas resultan dudosos los rastros de lenguajes más allá de los 10.000 años.

El otro frente de discrepancia, común a otros aspectos evolutivos, es si el lenguaje surgió una sola vez y en una escenario determinado o, si por el contrario, brotó en distintos lugares. La única certeza que tenemos es que, como afirma el neurocientífico Michael S. Gazzaniga, «el lenguaje nos convierte en seres sociales de forma definitiva» y «lo que caracteriza al ser humano es el giro que le llevó a convertirse en un ser extremadamente social».