Que nadie se engañe: Lázaro murió. Al terminar el evangelio de hoy parecería que tras un momento dramático queda superado el paso por la muerte, pero no es así. Después de un tiempo Lázaro murió como lo hizo el mismo Jesús. Nadie se burla de ella, la muerte siempre nos encuentra.

Jesús oye la noticia de la grave enfermedad de su amigo y parece despreocuparse. Como si dijera: ha de morir, no os angustiéis. Pero ¿quién resiste esta frase? ¿Quién no se siente abandonado por Dios en este trance cuando no puede respirar vida y solo siente el poder cruel de la muerte suya o de los suyos? «¿Si hubieras estado aquí?», ¿dónde estabas?

Y sin embargo cuando llega, al contacto con el dolor de sus amigas Marta y María, él, que parecía distante, distraído, insensible se conmueve hasta el extremo.

Para unos padres es difícil ver cómo su hijo pequeño al aprender a nadar se hunde y traga agua y los llama y se angustia, pero solo así puede nacer la seguridad de que el agua que parece tragárselo, en realidad puede sostenerlo. Solo la confianza en la prueba de la angustia es el camino de la verdadera fe. Hay que morir, lo sabemos, no somos Dios, no podemos sostenernos a nosotros mismos, no podemos sostener indefinidamente a los que queremos, no podemos darnos vida… solo podemos recibirla. Pero ¿existe de verdad un manantial de vida que nos habite con un deseo de amor como el que tiene Jesús por su amigo Lázaro? ¿Existe un amor que entre con nosotros en la tumba y nos saque de ella no para vivir un poco más, sino para caminar por siempre por encima de las aguas, para participar de la vida plena, eterna?

No se conoce definitivamente a Dios más que en la muerte. Hasta entonces no sabemos si lo que llamamos Dios no es más que un flotador para ir tirando con nuestra falta de fe en la vida y en el amor, ambos tan maltrechos en el mundo. Solo la muerte, cada muerte que sufrimos mide nuestra fe.

Hoy Jesús se acerca a ti como antaño se acercó a la casa de Marta y María y te pregunta: a la vista de la muerte que mata toda vida y todo amor, «¿tú crees que yo soy la resurrección y la vida?».

Quizá nos atrevamos a decir que sí y empecemos a caminar sobre las aguas, pero tarde o temprano al sentir cómo nos ahogamos tendremos que extender la mano como Pedro y pedir: «Señor, que me ahogo, ten piedad de mí». El evangelio de hoy nos dice que él estará ahí. Si creemos se romperán las ataduras de la muerte y la vida empezará a ser eterna.