Hoy, como siempre, el Sembrador sigue saliendo a sembrar la semilla de la vocación en el corazón de niños y jóvenes, por mucha que sea o aparente ser la sequía. Un signo de ello es ese aumento del 15% de ordenaciones sacerdotales en nuestro país durante el último año. Les sugiero que lean la nota publicada a este respecto por la Conferencia Episcopal Española.

No seré yo quien profetice que por ese dato estamos ante los «brotes verdes» de una primavera vocacional inminente. Hemos de ser realistas al reconocer que en la actualidad emergen con fuerza cardos y espinos que asfixian el crecimiento de una vocación: la erosión de la vida familiar como «ámbito privilegiado donde cada persona aprende a dar y recibir amor» (Benedicto XVI); la cultura consumista, hedonista y superficial que inoculan los medios de comunicación social; la vida fragmentada, egocéntrica e individualista que corta de raíz la relación con los demás y con Dios; la obsesión por la «cultura digital» y por estar a la última tecnología; la falta de formación intelectual ante la manipulación de la verdad; la permanente indecisión ante la sobrecarga informativa que se recibe diariamente; la crisis económica y la falta de empleo que generan desesperanza y sensación de fracaso.

Pero junto a toda esa «cizaña» también crece trigo de calidad. Ya sabemos lo que pasa cuando el grano de trigo cae en tierra y muere: que da fruto. Es decir, en los recientes cambios culturales del mundo juvenil hay igualmente muchos aspectos positivos que actúan como terreno abonado de nuevas respuestas vocacionales, verdaderos dones de Dios: la revalorización de la dignidad de la persona y sus derechos que permite abrirse al sentido de la vida y a la trascendencia; los deseos de verdad y libertad sin límites que encuentran su fuente inagotable en el Evangelio; la importancia que se concede a los testimonios de vida auténticos y sinceros como el mejor modo de tender puentes con los jóvenes y otros muchos ricos fenómenos como la necesidad de vivir la amistad grupalmente, la experiencia del voluntariado con los excluidos o el compromiso por la conservación del planeta.

El Papa, en su mensaje a los participantes en el Congreso Latinoamericano sobre Vocaciones el pasado mes de febrero, sitúa en su justo lugar lo que es la semilla de la vocación: «no es fruto de ningún proyecto humano o de una hábil estrategia organizativa. En su realidad más honda, es un don de Dios, una iniciativa misteriosa e inefable del Señor que entra en la vida de una persona cautivándola con la belleza de su amor, y suscitando consiguientemente una entrega total y definitiva a ese amor divino». Pero no olvidemos que estos regalos de Dios llegan habitualmente a través de las mediaciones humanas de quienes formamos la comunidad cristiana.