Hace pocas semanas se presentó en Madrid, en la sede del Colegio Nacional de Politólogos y Sociólogos, el libro «Encuentro de civilizaciones y libertad de expresión», una obra coral que recoge las intervenciones de diversos ponentes en unas jornadas que se celebraron hace un par de años en Madrid organizadas por el profesor Juan Menor y la Embajada del Reino de Dinamarca para reflexionar, con la prudencia que da la distancia, sobre los acontecimientos que sucedieron en torno a polémica sobre las viñetas de Mahoma.

Como el desocupado lector seguro que recuerda, en el mes de septiembre de 2005 un periódico danés decidió publicar unas viñetas sobre Mahoma para abrir el debate acerca de si existía censura en Dinamarca en torno a temas religiosos. La polémica, que tardó en extenderse, originó la crisis más seria a la que el pequeño país nórdico ha tenido que enfrentarse desde la Segunda Guerra Mundial, con ataques a sus embajadas y a su personal diplomático en diversos países musulmanes.

La obra se articula en dos partes, imbricadas de manera íntima: así, si en la primera se reflexiona sobre en qué medida los sentimientos religiosos pueden suponer un límite a la libertad de expresión, en la segunda se aborda la relación entre civilizaciones y principios sagrados. En esta segunda parte, destaca especialmente la reflexión del profesor Calduch sobre las diferencias entre el islam y el cristianismo: así, si el islam nunca ha sido una civilización unitaria, sin embargo la unión entre religión y política es una de sus características más visibles, basada en la idea de comunidad mientras que el cristianismo destacó muy pronto por hacer una construcción del individuo que no poseía ninguna otra gran religión. No voy a seguir contándole porque de la lectura de este artículo espero que algún lector saque la necesidad de leerlo directamente; el libro, digo.

Se trata, en fin, de un libro muy rico porque despierta inquietudes. Hace pensar, cosa que uno agradece a estas alturas. Un par de ideas que me surgen tras haber dialogado con el profesor Juan Menor Sendra a través de la lectura de sus textos en la obra. Ahí va la primera: la idea de que en Occidente se ha consagrado la idea de la neutralidad del Estado frente a las diferentes concepciones del bien es, afortunadamente, falsa; convivir exige compartir referencias sagradas, aunque algunas de estas referencias sean tan laicas como, precisamente, el papel secundario de la religión en la vida pública o la igualdad de derecho de la mujer. Aspectos que, no por mundanos, dejan de ser sagrados para nosotros.

Y una última reflexión; la sensación de que bajo el concepto de alianza de civilizaciones, sin duda bienintencionado, late un mundo de mentiras y de zozobras; porque late esa sensación, tan totalitaria y tan querida en España por algunos grupos nacionalistas, de que por debajo de las grandes etiquetas culturales (nación, civilización, religión) no hay personas sino ovejas que, Manuel Mostaza Barrios (Madrid, 1974), es politólogo y miembro de la Junta de Gobierno del Ilustre Colegio Nacional de Doctores y licenciados en Ciencias Políticas y Sociología pueden ser así tratadas como un rebaño. Sin matices. Sin peculiaridades individuales. Sin derechos, por tanto, en su calidad de individuos.

Por eso, se asoma uno al mundo y cuando ve a los jóvenes egipcios pedir libertad y democracia, lo mismo que a los tunecinos, no puede evitar recordar aquellas palabras que Thomas Jefferson, quizá la inteligencia más despierta del siglo XVIII dejó escritas, imborrables, en un texto firmado en Filadelfia el cuatro de julio de 1776 y que decía, en uno de sus párrafos más hermosos que «Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados».

El problema es que quizá por el camino de los análisis culturales (es decir, por el camino de considerar a las personas dentro de la cultura o civilización en la que se ubica) hayamos olvidado que los seres humanos son esencialmente iguales. Y que las identidades son, en el mejor de los casos, cárceles de las que uno debe aprender a desconfiar desde bien joven, porque todas, en el fondo, son ilusorias.