Vive más el que más ríe; lo dice la ciencia. El que ríe prolonga su vida y, además, vive mejor. Entonces, riamos para no morir mañana como teme el monje, sino pasado mañana. Y bendigamos al prójimo benemérito que nos hace reír. Esta es la función social del cómico, necesaria para la felicidad de la república, en opinión de Tomás Borrás extremista asiduo, amigo de la farándula, hombre de teatro. Lope de Vega, que convivió con la farándula, se adelantó en el elogio del gracioso profesional, al considerar la comedia «gracioso entretenimiento/ que divierte el pensamiento/ de la tristeza enojosa». Parecía tenerlo muy en cuenta el vicerrector del Seminario de San Atilano: durante las vacaciones navideñas se representaban obritas de la galería teatral salesiana; don Manuel recomendaba sainetes que distrajeran al alumnado menor de la añoranza familiar propia de aquellos días.

Ha muerto un cómico. La escueta noticia es la más cumplida oración fúnebre. Ha muerto Juanito Navarro, cómico esencial por vocación y largo ejercicio; no es mérito menguado haber regalado risas y simpatía a lo largo de setenta años. Cuentan que se acostó, se durmió y despertó a otra luz: dicen que así, en la envidiable paz de los justos, morían los viejos patriarcas. Horas antes, había gozado de la felicidad del forofo: había aplaudido en su imparable remontada al Real Madrid, el equipo de su vida y del que un día quiso ser presidente. Ninguna profesión gana a la de los cómicos en abundantes y entretenidos anecdotarios. Es raro el crítico teatral que no compone un libro de anécdotas en las que resplandecen la gracia y el ingenio de los autores y actores que más admiró. Porque, en contra de lo que a veces se dice con intención melodramática, el cómico vive con entera naturalidad su carisma, y en todo momento se siente intérprete, tanto en las tablas como en la calle y en la casa. El público lo sabe y exige que el cómico continúe repartiendo, gratis et amore, risas a la sociedad cuando ha caído el telón. A Carlos Saldaña, el «Alady» famoso a mediados del pasado siglo, soportaba de mala gana estas exigencias justificadas en la popularidad («hasta en las bodas me piden que cuente algún chiste», confesaba); me lo encontré un par de veces en la delegación barcelonesa de Información y Turismo, donde acudíamos a pedir árnica a los censores. Insistente en su tema, me decía que la gente parecía olvidar que los chisteros viven del chiste.

Popular del mundo teatral, Juanito Navarro fue actor de comedia, gracioso de revista musical y de cine, buena gente, madrileño castizo, tertuliano ocurrente de camerino y, cuando tenía tiempo, de café. José Pecquer, compañero del alma, aseguraba que Juanito era el profesional perfecto de la amistad, en el que se podía confiar ciegamente. No figurarán en las biografías mediáticas de urgencia motivos de popularidad distintos a los connaturales de un oficio servido con largueza y eficacia. Es cierto que el cómico de revista, al igual que el propio género, se ha visto a veces minusvalorado por más de un crítico exquisito que juzgaba pobre el estilo revisteri y facilona y populachera la gracia del cómico; mas no parecía ser de la misma opinión el público que disfrutaba con el cruce de piernas de la vedete, siempre «escultural» y reía con ganas las «morcillas» , más o menos ingeniosas y oportunas del cómico. Con el popular y muy querido Juanito Navarro desaparece una de las figuras representantes del teatro cómico que tanto ha hecho reír a los españoles, sobre todo en tiempos de tribulación. Es de creer que al alzarse para Juanito Navarro el telón último y definitivo, el apuntador San Pedro habrá gritado complacido: pase el buen hombre que tanto consuelo dio a los dolientes de abajo. Y Juanito habrá entrado repartiendo saludos.