Algo necesita cambiar con urgencia en la enseñanza. Muchos universitarios, involucrados apenas desde septiembre en una reforma de gran calado con la adaptación al «espacio de estudio europeo», denuncian que el sistema es un fraude: todo va peor. Los resultados del informe PISA, que evalúa a setenta países por lo que saben sus estudiantes, dejan a España en evidencia. Aunque cada cual se agarra a resaltar el dato que más le favorece, lo cierto es que nuestro sistema educativo no progresa y otros, como los asiáticos, con escasez de medios, nos adelantan. Estamos pagando las consecuencias de lo que durante estos años se sembró en las aulas. Estudiar sin esfuerzo es un objetivo imposible.

La reforma de Bolonia es a la universidad lo que el euro a la economía: un mecanismo para unificar valores. Compartir moneda no garantiza disfrutar de idénticas condiciones de crecimiento o prosperidad, la diferencia bien se comprende al mirar a España y Alemania. De igual modo, que un título español sea válido en Francia o Italia, y viceversa, indica que los respectivos Gobiernos han pactado una homologación de materias, pero nada más. La universidad puede ser igual de mala, o peor, que antes. El hecho de asimilarla formalmente a otros países no garantiza su excelencia.

Cierto que ha transcurrido poco tiempo, apenas cuatro meses, y cierto que cualquier cambio, más en el inmovilista ámbito educativo, avanza con pereza, pero la frustración y la confusión empiezan a predominar sobre las expectativas positivas que despertó Bolonia. Si en muchas universidades la gestación ya alimentó dudas, con cada facultad y cada departamento peleando con uñas y dientes por su statu quo, ahora aumenta la certeza de que vamos por un camino equivocado. Algunos estudiantes son los primeros en denunciar la ficción. Nada es como se les anunció. Los profesores, por su parte, han notado una asfixiante acumulación de las labores burocráticas que solo redundan en perjuicio del alumno.

En una Europa unida, Bolonia era inevitable e irreversible. Hablar mucho de lo accesorio, el método, y nada de lo sustancial, los rendimientos, es desvirtuar el problema. La desoladora evidencia es que el modelo de enseñanza español, desde la base hasta la altura, se ha instalado desde hace décadas en la mediocridad. Lo corroboran año tras año las pruebas internacionales que evalúan el conocimiento de los estudiantes.

Las deficiencias no se corrigen simplemente por rebautizar como «grado» las carreras o «materia curricular» las áreas de conocimiento. Dejen de dar vueltas a la noria con tanta filosofía edulcorada y llamen a las cosas por su nombre. Una buena educación solo depende de la capacidad de los docentes y del esfuerzo de los alumnos. Hace tiempo que ambos principios están perdidos para la causa de la enseñanza en España, reino de la comodidad. No hay exigencia, de ahí arrancan los males.

Los profesores marcan la diferencia, no los textos, ni los libros, ni los centros, ni los programas. Eso enseñan la investigación y la experiencia. Los países que obtienen los mejores resultados educativos, como Finlandia, son los que miman a sus maestros. España deprecia hasta socialmente su papel, socava su autoridad y niega el estímulo a quien brilla en la tarima.

Solo hay un secreto para que los adolescentes de Corea del Sur hayan obtenido el primer puesto en los exámenes de PISA: estudian más de diez horas diarias. Tienen culturalmente arraigado que es la única forma de vencer la pobreza. Entre eso y convertir el colegio en una fiesta vacua hay un término medio. No se puede progresar sin estudiar, y el sistema español, por sus obsesiones igualitarias, predica lo contrario. El desolador resultado: los escolares no comprenden lo que leen y ante cualquier problema de pequeñísima complejidad, se atascan.

Para que no haya excusas, conviene también romper mitos. No hay relación entre nivel económico y nivel educativo. País rico y buena educación y país pobre y mala educación son asociaciones pasadas de moda: esa es la razón de que Estonia supere con claridad a España. Por lo mismo, más recursos no garantizan mejor educación: los chinos, con clases masificadas y sin ordenadores atesoran un conocimiento matemático superior al de cualquier alumno occidental.

Replantearse el sistema educativo español, y no solo encajar la universidad en el contexto europeo, parece una tarea indispensable en este momento. No es cuestión de dinero, sino de claridad de ideas. Con reformas baratas pero valientes se puede hacer un uso más eficiente de los recursos. Unos óptimos resultados en la enseñanza son garantía de desarrollo económico. Los países con niveles escolares deficientes tienen bajos índices de productividad y competitividad. Si se superpone la clasificación de prosperidad a los resultados PISA hay un calco: los estudiantes destacados pertenecen a las naciones que más prosperan. Crecimiento y conocimiento viajan unidos.

Al flamante Nobel de Literatura, Vargas Llosa, lo que más le sorprendió de su reciente estancia en Estocolmo fue la visita a una escuela de Rinkeby. Tiene alumnos de 19 países que hablan tres idiomas, el propio, el sueco y el inglés, y varios figuran en el palmarés de logros académicos. La UE premió al centro por su éxito en la prevención de la delincuencia. Y es que el barrio era hace poco uno de los más peligrosos y sucios de la capital de Suecia. Ahora está cambiando por el tirón de su escuela. Querer es poder. El milagro fue obra personal de un profesor, que se implicó sin más medios que su talento y su perseverancia.

La educación transforma personas pero también sociedades. Una catapulta para salir ahora de la crisis es reformar todo el sistema educativo, desde el parvulario al aula magna. Cuando las universidades fichen a los mejores científicos del mundo igual que los clubes de fútbol traen a los astros más destacados, algo habrá cambiado en serio en la enseñanza española.