El título es glosa de una frase tomada de una película que vi hace muchos años. El protagonista, renombrado cirujano que, sin embargo, había tenido un fracaso al intervenir a un ser muy querido, huyó identificándose como «un hombre que va por el camino» hasta llegar a un pequeño pueblo donde fue acogido en una corta familia que necesitaba brazos para las tareas agrícolas. Entre éstas se hallaba, por la circunstancia de la estación, la faena de la siembra. Y, pasado poco tiempo, después de haber tenido ocasión de practicar una operación de apendicitis a la niña de la casa, continuó su camino sin término calculado. Hasta que un día, coincidió en su errante caminar con una «cuadrilla» de segadores que recogían mieses de trigo. Y el caminante, al ver aquella tarea, pronunció la frase: «Yo también sembré trigo». Movido por esa constatación, se dirigió al apartado pueblo donde había sido labrador; y procedió, primero, a la recolección del trigo que había sembrado y, después, a rehacer una vida familiar con los amores, que también había sembrado sin pretenderlo.

Igual que al protagonista de aquella película, cuando llega esta época del año, me ocurre a mí ante la sección del supermercado o de la frutería donde se venden castañas; o al pasar en la calle por un puesto donde se asan y venden. Sin vacilar recuerdo aquellos campos de Sanabria, donde, entre otras especies de árboles, frutales o de otras clases más boscosas y menos productivas, se distinguen los árboles de un verde que destaca por lo claro y cuyo fruto son las castañas. Vienen a mi memoria los infantiles años de Requejo, la evolución del fruto de los castaños, con sus «pellizos» verdes e inofensivos, que sirven de cobijo al fruto en desarrollo hasta que, siendo éste maduro, el pellizo se abre y el fruto cae al suelo, donde es recogido (y yo lo recogí alguna vez, invitado por los padres de algún amiguito). La cubierta, que ha adquirido un color marrón, también cae seca y ya no inofensiva; recuerdo los «picotazos» que sus púas infirieron a mis tiernos dedos. Esta labor de recogida se asocia a otras escenas que tenían lugar en aquellas amplias cocinas de pueblo, donde, al amor de la lumbre, se disfrutaba de los placenteros ratos en que las castañas, después de cortarles un poquitín, se ponían a la lumbre en aquellas vasijas agujereadas y, una vez asadas y expuestas al frío para no quemarnos, servían, a la vez, de gozoso entretenimiento y frugal alimento. Eran la versión, doméstica y privada, de los «magostos» festivos celebrados, por ejemplo, en la comunidad educativa de Tuela-Bibey de Lubián, Puebla de Sanabria, Hermisende y algún pueblo de la Raya en la comarca de Aliste.

Hoy veo las castañas en Madrid y pienso: ¿Procederán de aquellos castaños de mi tierra? Al contrario de lo que ocurre con otros tipos de fruta, no veo la procedencia de las castañas; y no quiero pensar que esa omisión se deba a incuria de los campesinos de mi tierra; sino a mero desinterés de los vendedores. Debería exigirse la exhibición del origen, como posible reclamo, incluso turístico, a favor de las cada día más despobladas localidades de ese Noroeste zamorano.

Pero no queda ahí el recuerdo que me traen las castañas. Reviven la mezcla de añoranza y gratitud que habla muy alto de la nobleza y bonhomía de las gentes de Requejo de Sanabria, sin que lo que voy a decir quiera entrar en la controvertida «memoria histórica». La historia debe servir de «maestra»; lo demás es «agua pasada». Cuando a mi padre, maestro destituido, los diligentes servidores de «la camioneta» lo alojaron en lo que hoy es el Parador de Puebla de Sanabria y entonces «cárcel de Partido», mi madre tomó a sus tres hijos y fue para La Hiniesta a casa de sus padres. Y un buen día, cuando nada se esperaba, llegaron dos sacos (¿?) (la distancia de más de 70 años me hace dudar), uno de castañas y otro de patatas. El comportamiento de mis padres había «sembrado» y la gratitud de unos sanabreses de Requejo había recogido para nosotros el producto de una huerta y de aquellos árboles que rompen con su verde claro la monotonía del verde oscuro que ofrecen las encinas y otros árboles frutales. Los años han borrado, con su implacable paso, muchos recuerdos; pero nunca se me ha borrado la grata sorpresa de aquel importante regalo que un día llegó de Requejo a La Hiniesta.

Como es natural, apruebo y aplaudo los «magostos» que festejan la cosecha de las castañas en las entrañables comarcas de Zamora. Pero me produciría una satisfacción comprensible ver en las tablillas la consignación: «Origen: Noroeste u Oeste de Zamora». ¿Tendrán eco eficaz estas insignificantes líneas en la promoción de nuestra «lejana» tierra?