Las estaciones del año giran y giran y giran; pero no patinan. Y los tiempos litúrgicos giran, giran, giran; y tampoco patinan. Giran en espiral. Cada giro nos distancia del punto de partida y nos lleva… ¿Dónde nos lleva? Amós (s. VIII a.C.) fue el primero en anunciar «el Día del Señor». Desde entonces hasta el mismo Jesucristo todos los profetas aludieron a ese día. Unos lo presentaban como día de gloria y otros como día de terror. Israel vivió en estado de multisecular espera. A pesar de las muchas adversidades que sufrió. No desesperó y aún ahora sigue esperando. Nació el Mesías deseado y somos los cristianos quienes vivimos en estado de espera. Con una diferencia. La palabra de Dios en que confiaba el pueblo de Israel era palabra profética; nosotros confiamos en la Palabra de Dios encarnada. Los tiempos litúrgicos tienen, pues, una finalidad. Nos llevan a lo último.

El giro de los tiempos litúrgicos nos acerca al día en que recordamos con alegría el nacimiento del niño Jesús, el Mesías; acontecimiento histórico que pertenece a un pasado cada vez más lejano. A la vez nos hace pensar en otro acontecimiento, futuro, metahistórico, cada vez más próximo: el retorno triunfal de Jesucristo resucitado, el Salvador. Fijar el corazón y el pensamiento en ambos acontecimientos es la característica propia del Adviento.

Esperamos el retorno de Jesucristo a la tierra, que afectará a todo el universo; retorno a la humanidad, que será la más afectada. Sabemos que sucederá al final de los tiempos: «Al final de los días estará firme el monte de la casa del Señor, encumbrado sobre las montañas. Confluirán hacia él todas las naciones. Acudirán pueblos numerosos». Estamos ciertos de que retornará, pero el momento será imprevisible, como el fulgor de un rayo. Los contemporáneos de Noé lo vieron construir el arca, se mofaron de él. De repente, el diluvio; solo se salvaron Noé y su familia. Dice san Pablo «Vestíos del Señor Jesucristo». El verbo revestirse, cuando se usa metafóricamente, como revestirse de una persona, significa hacérsela suya; no como el actor que se reviste exteriormente con la vestidura real, sino como quien introduce a la persona dentro de sí mismo, de tal manera que su corazón, su mente, su rostro, su hablar, todo su ser no sea el suyo, sino el de la persona de la que se ha revestido. Le gustaba este verbo a san Pablo, quien llego a decir «vivo yo, pero no soy yo; es Cristo quien vive en mí». Se puede decir que en tiempos pasados el ser humano se dejó envolver por la historia. La humanidad está inmersa y traspasada por un sufrimiento innato. A partir de Marx la pretensión del hombre es planificar la historia y salvar a la humanidad, librarla de su sufrimiento. Los remedios humanos no alcanzan al interior del hombre. La salvación de la humanidad y la consiguiente liberación de la creación es obra de Jesucristo resucitado en su segunda y triunfal venida.