Las cajas con enseres y papeles, muchos papeles sin ajustar, están allí, esperando destino, dispuestos al viaje. Qué tristes son las despedidas. Ya ves, una ministra que es la jefa absoluta de todo, el poder mayúsculo del cargo, deja de serlo por una simple llamada de teléfono: «que mira, que lo siento, que gracias por todo, pero ya sabes, la presión, hay que dar carnaza fresca a las bestias (el adjetivo no se entiende por la suciedad de la línea telefónica), pero claro que no me olvido de ti?». Del Ministerio de los tres medios se va la levedad, mujer sutil, tan aparentemente equilibrada como falta de fuerza para afrontar negociaciones a puro degüello, como se hacen en Bruselas.

Quedará su foto -un poco triste, es verdad, inofensiva, aureolada de ojeras- colgada en la galería del olvido, la de los «ex», que crece como la levadura. Y dentro de unos años casi nadie se acordará de ella. Así es la vida, tan corta como la memoria de los peces, tan injusta como la justicia.

No ha sido Elena Espinosa una ministra para la historia. Primero le robaron los apellidos a su cargo y después el presupuesto. El Ministerio hace años que recibió una navajada por la que no han dejado de fluir sus competencias. Le queda Bruselas, pero allí hay cánidos salvajes que arrancan las ayudas a dentelladas. Primero fue el aceite y después la reforma de la PAC, pasando por el calvario de la remolacha. No pudo Espinosa con los lobos comunitarios, más acostumbrados a morder que a la sutileza del diálogo inconsistente.

Le achacan los suyos que se ha dejado vencer por la presión de las organizaciones agrarias, que se ha ladeado hacia la balanza de agricultores y ganaderos, olvidándose del primer título de su cargo, el de Medio Ambiente; que no ha sabido acercarse a las organizaciones ecologistas, y que, claro, llegan las elecciones y a ver si los proteccionistas se presentan juntos y roban votos, que eso no puede ser.

La cara contraria de la moneda es Rosa Aguilar: las maletas dispuestas, ordenadas; va a ser la jefa del edificio de Atocha. Qué Dios la pille confesada.