Es una vuelta de tuerca contra los delincuentes que matan a nuestros niños con el humo. Yo creo que, en esto, no deberíamos de coger el rábano por las hojas. Todo está inventado. El remedio más eficaz para acabar con esta lacra, ya lo inventaron Amurates IV, sultán de Turquía, y el zar de Rusia. El primero se limitó a ordenar desorejar en público a los fumadores. El segundo, un tanto menos sensible, les amputaba la nariz.

Un pase que te cortaran las orejas, al fin y al cabo, por ellas no podías echar el humo, pero terrible castigo que te amputaran la nariz. Todavía recuerdo el placer de echar el humo contra las pelusillas del bigote, mientras te hacías hombre esperando a que la novia te chupara la colilla que colgaba entre los labios.

El placer de compartir colilla con la novia, solo era equiparable al gusto que suponía moler unas hojas secas de patata para liarlas en un papel de estraza. Cuando el canuto estaba listo, le dabas candela y te convertías en una locomotora humana. Dios, cómo te relamías para sofocar el fuego de los labios, que amenazaban salir en llamas.

Si nos privan del tabaco, qué será de nosotros. Chupar y toser, toser y chupar. Durante tantos años nos ha acompañado esa dulce sinfonía, que ahora, cuando te levantes y sientas que los hígados no te salen por la boca, te sentirás huérfano, como si te faltara algo.

Echaré de menos esas escaleras que subía para llegar a la habitación sin resuello. Ese primer piso convertido en Aconcagua al que debía de escalar todas las noches sin sherpa de apoyo. El único que en ese trance te acompañaba, era el paquete de Jean, que metido en el bolso de la camisa de tervilor te decía: echa el último, valiente.

Cómo lo echaré de menos. El dulce arsénico y el amoniaco del humo, apurado en la cantina de mi pueblo, mientras con la uña empujaba la ceniza para que la brasa se mostrara desnuda como una diosa ardiente. Ahora, si quiero recordar alguno de aquellos aromas inolvidables de infancia, tendré que oler la taza del váter cada vez que mi mujer le eche el míster Proper.

Pero no será fácil que estos vaqueros acaben con el forajido que trata de esquivar la ley escondido en el retrete. El papa Urbano VIII lo intentó en 1642 y ya ves. Lanzó un anatema contra el tabaco, «vehículo de discordia social», y de las letrinas romanas siguió saliendo tanto humo como cuando Nerón prendió fuego a Roma.

El caso es que aquel símbolo de modernidad, que alcanzaba excelencia en la boca de Marilyn o Sara Montiel, es ahora denostado. Sara seguirá metiéndose entre pecho y espalda sus puros, mientras fumando espera a que le registren el baño. Pero, ojo, cuando saque a orinar a sus perritos, tendrá que meterse el habano en el postizo.

En mi pueblo fumaba el cura, el maestro, y hasta un obispo que fue por Pascua a confirmarnos. Yo lo vi, sacando un Ducados de la sotana y golpeando el filtro contra una uña para apretar el tabaco. Cómo quieren que aquellos estigmas de la niñez se borren, si no es aplicando un estilete que corte por lo sano. Con el tabaco se irá la sonrisa amarilla de aquellos dientes con los que embrujaba a las chavalas cuando caía la canícula y las ovejas volvían al aprisco». Dios, qué recuerdos.

Del rey abajo, nadie se ha librado de este prestidigitador que se nos mete hecho humo en los pulmones para salir convertido en un flamante cáncer. De este ladrón furtivo, que aplica la ganzúa de la nicotina para abrirnos los alveolos y robarnos la vida.

Yo no sé. Si ahorcan al tabaco con unas volutas de humo, cómo se harán mayores nuestros niños. Terrible enigma. Solo de pensarlo me convierto en un hombre con malos humos.