En medio de tanta mala noticia como nos sacude a diario, en todos los órdenes y sentidos, supone algo así como un acicate, un bálsamo, una sacudida para el ejercicio de la solidaridad, y una alegría saber que la mortalidad infantil está descendiendo. Parecía impensable, pero los datos no mienten y la vida le está ganando terreno a la muerte entre los niños menores de cinco años. No se entendía muy bien el despiste del santo Ángel de la Guarda, el mismo que todos llevamos consigo, y que al parecer ha reaccionado positivamente.

El número de muertes de niños menores de cinco años se ha reducido en todo el mundo de 12,4 millones en 1990 a 8,1 en 2009. Es un tercio de esa tasa que lejos de reducirse aumentaba escandalosamente. Se ha logrado pasar así de 89 muertes por cada 1.000 nacimientos en 1990, a 60 el año pasado. Algo se está haciendo bien, merced a la solidaridad de unos y al trabajo incansable de otros.

Pero no hay que dormirse en los laureles porque a pesar de la buena noticia que supone este descenso en la mortalidad infantil, todavía en el mundo mueren cada día 22.000 niños menores de cinco años por causas que se pueden prevenir. El 70% de estas muertes ocurre durante el primer año de vida. Eso es lo terrible del caso. Que las causas son absurdas y carentes de sentido en nuestra sociedad y en nuestro mundo, pero no así en los países en vía de desarrollo donde los hombres y mujeres de las organizaciones que trabajan en el terreno, luchan a diario por prevenir, aunque a veces no les queda otra que tratar de curar, enfermedades que aquí serían un episodio sin mayor importancia y en otros países como India, Nigeria, Pakistán, China o República Democrática del Congo constituyen un drama.

Como siempre ocurre con el hambre, con las injusticias, con las epidemias y con las pandemias, la peor parte se la sigue llevando el continente negro, el continente olvidado, el África Subsahariana, azotada por el hambre, por la enfermedad, por las guerras y por el olvido y la indiferencia que son dos de los peores estigmas. Las tasas más altas siguen concentrándose en África. La muerte que ronda buena parte de los países africanos se ceba en la infancia. El Sudeste Asiático ocupa el segundo lugar.

No sé si al paso que vamos se alcanzará la meta número 4 de los Objetivos de Desarrollo del Milenio que tiene como objetivo principal reducir en dos tercios las muertes de niños menores de cinco años entre 1990 y el año 2015. Año que, obviamente, cada vez está más cerca. A lo mejor debería imprimirse un ritmo superior al que se lleva, tal y como viene haciendo Unicef. De cualquier forma estos datos son esperanzadores. Estos datos permiten albergar una cierta confianza. Pueden superarse todos los obstáculos y tratar de aproximarse a la meta número 4. Porque, además, los niños son la esperanza y el futuro del mundo. El futuro de los niños depende del presente que vivan, y estamos en la obligación de garantizarles uno y hacerles más habitable y mejor el otro. Aunque todavía insuficiente, la reducción de la mortalidad infantil no deja de ser una buena noticia.