Hay muchas impertinencias en el mundo pero tal vez ninguna más pastosa y enervante que la «gracia» del que no tiene ni pizca de gracia. Todo resulta algo rebuscado y con nada de espontaneidad.

La gracia o el salero o el gracejo, el donaire o la simpatía, como queramos, es un don gratuito de la Naturaleza que no se encuentra como cualquier otra cosa material y tangible. Digamos que en lo tocante a la gracia, como en una quiniela con catorce, o se tiene la suerte de ser un agraciado o se queda uno sin premio. Son inútiles y algo absurdas las intentonas y las conjeturas de probabilidad que se hagan; sólo se logrará perder tontamente el tiempo que se necesita para otros menesteres.

Hay que figurarse a estas personas que desean ser «graciosas» quemándose hasta las cejas, delante de unos papeles en blanco, bolígrafo en ristre, haciendo cábalas y más cábalas con la pretensión de averiguar en qué números caerá el gordo de la Primitiva. Y del mismo modo hay que figurarse a sus congéneres los buscadores tozudos de «gracia y salero», con los codos sobre la mesa, retorciendo situaciones y combinando palabras, ideas y ensayando hechos ficticios en búsqueda desesperada y apremiante de una actuación que pueda merecer la sonrisa y el beneplácito de la gente. Cuando creen haberla encontrado la ponen en práctica. Ponen su invento de «gracia» en circulación y ya sólo les queda esperar y aguardar llenos de impaciencia, pero francamente esperanzados, el resultado de su engendro. Normalmente la repulsa de la gente normal no se hace esperar. «¿Por qué,-se preguntan después- no tendré yo gracia?» Pues sencillamente porque no le ha tocado nacer con ella. No hay otra razón. Son unos «desgraciados», con mal ángel, o con «malage» que dicen los sevillanos; con mala uva, mala sombra, mal fario, porque en realidad este es su mal, tan extendido que cada sitio, cada región, cada pueblo ha exprimido su caletre para componer el modismo o la frase que más cuadre con las actuaciones desangeladas, exageradas y sin sal.

Sin embargo, no tener gracias no es un delito, pero sí lo constituye querer hacer gracia sin tenerla. Cualquier broma de las que llegan a diario de «fuentes oficiales» o «dicha por un investigador de Columbia» contándonos de los móviles que estallan, de escapes radioactivos o de monedas de dos euros falsificadas o de la cercanía del Apocalipsis o esa pampirolada que señala que Bill Gates va a compartir contigo su fortuna si envías un mensaje determinado. La verdad es que no hay que atribuir esto a maldad o a ganas reales de hacer daño. Sería demasiado indulgente si se concediera tal categoría de hazaña, aunque fuera nociva, a estas memeces. Para catalogar estas acciones como mucho se soltaría aquel versito de copla popular, aprendido como párvulos, que decía algo así: «Al que tonto es de nacencia/ la gracia se le indigesta./ Quien tiene huera la testa,/ tonto vive y morirá: / lo que Natura no da,/ Salamanca no lo presta».

Claro que todo eso no quiere decir que estén exentos de castigo, pero ha de ser uno acomodado a la simpleza de su entendimiento porque quienes cometen estas imbecilidades o gamberradas no deben gozar el privilegio de ser juzgados por tribunales normales, formados con seriedad para juzgar a personas al menos medianamente despejadas de mente.