Nos hablaron entusiasmados de nuestra ciudad, felicitándonos por la cuidada labor de conservación del arte románico en determinados templos y por la influencia que tenía el mismo sobre el sentido urbanístico ambiental de ciertas calles. Intrigados por tal afirmación, preguntamos en qué se basaban.

Sonrientes y presumiendo un poco de descubridores arqueológicos, nos llevaron a dar un paseo por las viejas rúas del casco antiguo, comentando y admirando toda una serie de monumentos, hasta conectar con el cruce de San Torcuato, Santiago y calle del Riego, donde nos señalaron la originalidad de unos arbolitos protegidos por diminutos torreones cuadrados.

Ante tan asombroso despiste y la correspondiente carcajada, les informamos que todo aquello se debía a que sirviera de protección a unas cuantas especies arbóreas, contra el descuido de ciertos conductores y de las normales gamberradas nocturnas, ya que fueron varias veces arrancados o partidos sus jóvenes troncos. De ahí la necesidad de que fueran preservados dichos plantones, con determinada protección, más o menos amurallada, de forma semejante a la de los tiempos feudales. Porque en la actualidad, humano o no, cualquier ser vivo ha de resguardarse y defenderse de cualquier vandálica agresión, al igual que los pueblos primitivos.

Aquello no será románico, ni parecido. Pero el símil no le viene mal, porque ampara a un ser vivo en vías de extinción. Hay ciertos individuos que le tiene manía a los árboles y que están convencidos que sólo sirven para hacer fuego.

Si tal idea proteccionista prospera y se difunde no tardando veremos adornados cada uno de los árboles de nuestros jardines y avenidas con una serie de fortificaciones pétreas para su defensa vital. No serán románicas, pero con la pátina del tiempo lo parecerán.