Pío Baroja denunció en su tiempo la decadencia de la cortesía entre las gentes humildes que siempre se habían mostrado bien educadas. Será cierto, pues el gran novelista era un fino observador de las famosas vidas y solía acertar en sus juicios. También el maestro Azorín presumía de espectador interesado en vidas ajenas. En artículo abecedario confesó que bajaba muchos días a los andenes del Metro para comprobar que los madrileños estamos vivos. Pocos días después, le hice una entrevista a Jardiel Poncela en su amado café La Elipa; presentes, dos paisanos amigos, el poeta Pepe Figueroa y Miguel Martín, discípulo predilecto y el mejor biógrafo del genial humorista. «Tengo el corazón como una boina», me dijo Jardiel: luego comentó las bajadas de Azorín al Metro para sentir la vida; «tómese el pulso», se indignó; y añadió que Azorín era el hombre más memo de España después de Ramiro de Maeztu; lo decía porque saliendo del cine donde se había proyectado «La diligencia», éste criticó a voces: ¡Qué bobada!

Volvemos a la observación de Baroja: en efecto, la gente humilde dejó de ser cortés; por contra, hoy ha perdido la afición a las pendencias en las que las verduleras derrochaban ingenio, desparpajo y mala baba; el magistral Romero López, «dicendi peritus», admiraba su lenguaje por la riqueza en atrevidas metáforas y giros sorprendentes. Como apuntábamos, parece que el personal ha perdido el gusto por los rifirrafes de plazuela y ha cedido el testigo a los políticos que no acreditan tanto ingenio pero ganan en desparpajo y mordacidad; en más de una ocasión el llamado -vaya usted a saber el porqué- templo de la soberanía nacional ha parecido, por mor de las arriscadas contiendas, más que Campo de Agramante, alborotado gallinero o patio de vecindad mal avenida. Y el personal, espectador indiferente en la acera, que diría Pemán.

Esta mañana he presenciado un conato de trifulca -lo que hoy es raro- en un autobús de la EMT. Lo mismo que ocurre en el Metro, algunos viajeros se han acostumbrado a ocupar los asientos de pasillo, impidiendo la utilización del asiento de ventanilla. En el caso del autobús de marras: suben unos viajeros, como no les facilitan el paso a los asientos libres, callan y siguen de pie; en la siguiente parada, sube una mujer menos paciente y dice en tono desafiante: -¿Es que la compañía de los biensentados adquirió billete doble? Réplica de fémina voluminosa: -A ver si aprendemos buenas maneras: si quiere sentarse, pídalo y alguno la atenderá. Retrueca la otra: -No lo decía por usted pues a la vista está que tiene derecho a doble asiento. La gorda amenazó con sobarle el morro; pero renunció a levantarse. El conductor cortó el amago de reyerta advirtiendo que estaba dispuesto a echar del autobús a las dos alborotadoras. El viajero de al lado me comentó por lo bajo que hay gente muy comodona que se cree que el autobús es suyo; y que su padre le solía decir que tuviera cuidado con el pobre a caballo porque es un déspota que no piensa en los demás si no es para atropellarlos. Como el sermón iba camino de latazo, me apeé en la primera parada.