Por tanto, la espectacular final del torneo estadounidense debe traducirse en el examen de las aplicaciones de Nadal a una vida corriente. Observando la sociedad española en sus minúsculos detalles, se alcanzarán conclusiones pintorescas o incluso contradictorias, pero ni el sociólogo más aventurado afirmaría que palpita al ritmo del tenista mallorquín. Se trata pues de localizar las diferencias y corregirlas.

Por ceñirse a los representantes más preclaros, ni el tristón Rajoy ni el alocado Zapatero se amoldan a la madurez de un tenista que tiene menos de la mitad de años que ambos. Nadal es más serio que el presidente del PP sin perder brillo, y más arriesgado que el presidente del Gobierno sin perder sustento. Tanto su improvisación como su método reposan en el equilibrio desaparecido de la vida española.

El éxito y el fracaso son dos impostores presuntuosos. Por tanto, hay que prescindir del palmarés inalcanzable de Nadal para centrarse en su juego, que nunca miente. Sobre la pista, el tenista prescindiría sin pestañear de Camps y de la mitad del Gobierno, en ambos casos preservando sus raíces. Que no son mallorquinas -una pillería para esquivar preguntas comprometidas-, sino un compendio del mejor management empresarial.

La experiencia de Nadal no puede proyectarse más allá del tenis, y él tampoco está preparado para intelectualizarla. Sólo puede ser juzgado por el desempeño en la pista. Es allí donde una vida corriente aprende que su juego en un manifiesto «Contra la indiferencia», por citar el título del último libro de Josep Ramoneda que sólo el tenista todoterreno no necesita leer. Si España se limita a celebrar las gestas de Nadal, manteniéndose indiferente a sus enseñanzas, el campeón será el equivalente de la labor solitaria de Ramón y Cajal.

Contra la tentación aislacionista, el juego de Nadal ofrece mejores perspectivas como modelo que la actividad de la selección de fútbol, incitadora de un entusiasmo sólo esencialista. La humildad en sus orígenes, que estalla en la conquista de la metrópolis neoyorquina, implica un ensanchamiento de las capacidades que un país corriente necesitará copiar para escapar a su situación crítica.