Recordar detalles o aspectos de la Zamora judía, nos lleva muy lejos en el tiempo. Pero la historia esta viva y siempre al alcance de la mano, como vulgarmente se dice, bastando solamente acercarnos a ella con una simple cita, para inmediatamente arrastrarnos a esa época o a ese momento y recordarnos, a la vez que nos enriquece la época o los personajes que escribieron su historia.

Recordando esa lejana época y las consecuencias del Decreto de la Alhambra, siempre es bueno recordarlo, primero por su significado y segundo porque nos demos cuenta de cómo la historia, nuestra historia, late en el más sencillo de los recuerdos.

Un día de los finales de la década del sesenta del pasado siglo, celebramos una comida de amigos en el desaparecido restaurante Pozo de la calle de Ramón Álvarez, Jesús Gallego Marquina, don Pedro Almendral y un servidor de ustedes.

La comida discurrió, sobre la base de la obra y circunstancias de Jesús allá por la década de los treinta cuando su estudio en el barrio de Olivares, formaba parte de la trilogía del histórico arrabal, con las Aceñas y el alfar. Por aquellos años Jesús y el Maestro Haedo frecuentaban con las posibilidades que los medios le ofrecían todos los aspectos que el Lago de Sanabria le ofrecía y el «Espejo de Soledades» no le fue anejo, ni se escapó de sus obras. Ambos recogían y enriquecían sus fondos, uno de sones y de letras y el otro de luces y colores formando un dúo que dejó una profunda huella de su paso, como es fácil comprobar.

Por aquellas Calendas cae en nuestra ciudad don Ramón Menéndez Pidal, buscador incansable de esos fondos perdidos a lo largo de generaciones y entre las visitas de amigos, bajaron una tarde al estudio de Jesús al barrio de Olivares, en parte para disfrutar del paisaje urbano, histórico y de los recuerdos que la propia geografía ofrece.

Junto al estudio de Jesús en un rincón formado por esas irregularidades del urbanismo de antaño y de siempre, se formaba una solana de varias vecinas que a la vez que tejían, cosían y repasaban sus telares acumulados en la bachilla, contaban con agudeza y buena disposición los acontecimientos de vecinos y vecinas junto al ambiente del día. Algunas de ellas varias veces habían sido modelos de Jesús en sus cuadros y las relaciones eran no solo cordiales, sino profundamente afectuosas a pesar de las diferencias.

Don Ramón con ese espíritu de buscador y cazador incansable, tuvo la genialidad después del saludo de preguntarles si de su mocedad o niñez guardaban algún recuerdo de algún dicho, poesía o leyenda.

Y la sorpresa salto medio milenio atrás y obligada por una de ellas se dirigió a su vecina y le dice, dile esa poesía que tú sabes. Don Ramón con ese instinto de investigador nato que llevaba dentro, no dudó en animarla y ella comenzó su relato.

Según nos contaba Jesús, la cara de don Ramón comenzó a transformarse, de tal manera que daba la impresión de no entender lo que estaba oyendo. Terminado el poema, preparó sus papeles y copió con cierta excitación lo que oía.

Después de las despedidas de rigor y las gracias por el hecho, ya en el interior del estudio, y sin salir de su asombro les explicó a sus anfitriones el significado de su sorpresa.

El romance que aquella vecina de Olivares les había ofrecido era el «Romance Sefardí» que incompleto lo había comenzado a recoger en la lejana Salónica y aquella vecina lo había recitado completo. Su felicidad y su emoción parecía no tener fin nos contó con no menos emoción Jesús aquel día, recordando el hecho.

Un sencillo testimonio de lo que queda cuando las oleadas de la historia pasan. Seguirlas no es fácil por los borrones, pero leer claro en lo escrito a veces no basta. También en Olivares quedaron huellas y guardaron celosamente sus recuerdos. Aquella zamorana de Olivares lo había heredado sin ninguna duda y lo conservaba íntegro.