Presumían con razón los neoyorquinos de que nunca había sido atacado su puerto, el mayor del mundo con dos mil muelles; puede decirse que todo el perímetro de la ciudad es puerto. Su seguridad había estado confiada a la estratégica fortaleza de Sandy Hook diseñada por el Ejército en 1895; después de la guerra de Corea, los cañones fueron reemplazados por misiles para la defensa aérea. En 1992 recorrí el lugar transformado en área de recreo: se había cumplido el desiderátum clásico de convertir las lanzas de guerra en rejas de arado. Pero lo que nunca se temió ocurrió un nefasto 11-S: Nueva York se vió bárbaramente atacada en su orgullosa prepotencia simbolizada en las Torres Gemelas. La televisión, sorprendida, informó en directo de la destrucción de los dos airosos edificios por aviones terroristas. La magnitud de la acción inicua respondió a la soberbia grandeza del objetivo. La propaganda estadounidense muy dada a cuantificar los superlativos absolutos, hiperbolizaba en cifras la maravillosa realidad de las Torres Gemelas que anualmente recibían las visitas de millón y medio de personas con el deseo de divisar desde el mirador mas alto del mundo, tres estados, tres aeropuertos, siete puentes, un océano y un río. Entre las dos torres sumaban doscientos veinte pisos y diez millones de metros cuadrados donde habían instalado mil doscientas empresas de sesenta países, que daban ocupación a cincuenta mil personas. En verdad podía presumir de Centro Mundial; diseñado por el japonés Minozu Yamasaki, fue construido en diecisiete años. En un almuerzo en el restaurante «Ventanas del Mundo», los participantes en un congreso de periodistas de Turismo fuimos informados de que en los 22 restaurantes de las Torres Gemelas se consumían ciento ochenta y dos mil almejas y doscientas cincuenta y dos mil ostras; hasta este extremo llega el afán contable del país.

Todo esto y ¡dos mil quinientas vidas humanas! se llevó el terrorismo ante los ojos sorprendidos y aterrorizados de innumerables televidentes. El criminal cerebro de tanto daño vio cumplido su objetivo principal, asustar con su demoniaco poder y humillar a la nación que se tenía por la más poderosa de la Tierra. No es extraño que muchos norteamericanos clamen indignados ante el proyecto de levantar un gran centro islámico junto al lugar de la tremenda acción terrorista; puede parecer una humillación intolerable para las víctimas. Sin embargo, no todos los neoyorquinos son de esta oposición. Lo que demuestra que los terroristas han conseguido sembrar la división en la nación norteamericana, además de imponer un cambio en las relaciones internacionales. En efecto, el fatídico 11-S introdujo una férrea cuña entre los pueblos de Occidente. No se trata de responder con fuegos fatuos de venganza como proponía el enloquecido pastor protestante Terry Jones, que vuelvo a la cordura, desistió de la quema del Corán en acto que, de ellos no abrigamos dudas, habría sido retransmitida al mundo entero. Como decía un alcalde, los problemas graves precisan de otros trámites.

El más fanático islamismo ha declarado enemigo a batir al «Occidente corrompido», y amenaza a los occidentales con indiscriminados e imprevistos actos terroristas. Por su parte un islamismo de apariencia pacifica, no duda en reiterar afanes de hegemonía en nombre de su religión. Juega con la ventaja de encontrar muy dividido a la llamada Civilización Occidental, por la acción continuada de la cuña denunciada y no sacada.