El verano me pone del revés. Disfruto leyendo malas novelas a sabiendas que lo son, para no perder la comba de la mayoría. Este mes de agosto consumí dos ficciones terribles de autoras españolas, una de ellas muy exitosa, cuyos nombres no citaré porque nadie me obligó a comprarlas. Hay que leer también libros infames, si no queremos vivir al margen del sentir general de nuestro tiempo, y ver películas anodinas, aunque sean de Almodóvar, y soportar apaciblemente amistades necias, o tener de vez en cuando mediocres amantes. Todo forma parte de la imperfección general del mundo, sin cuya mediana aceptación resultaría insoportable la vida.

Por lo mismo, aprovecho la permisividad moral y estética del verano para ver los peores programas de la tele. En uno de ellos aparece Carmen Martínez Bordiú, que bien merecería ser asignatura en las facultades de ciencias de la información. No sé de nadie que cobrando tanto diga tan poco, en las TDT de España. Da igual que le pregunten si su abuelo fusilaba por vicio o por cómo funcionaba el desgraciado Alfonso de Borbón. Nunca desvelará ninguna clave de su ilustre familia, ni dirá nada relevante acerca de nada. Los pobres entrevistadores van dados con ella, y como no pueden vencerla terminan rendidos a sus pies, víctimas aún del síndrome de El Pardo atravesando las décadas.

Esta Carmen me recuerda a otras dos, a su madre, y a su abuela, las tres cármenes de oro del franquismo. A finales del 2008 salió a la venta un libro que contenía una larga entrevista con la única descendiente del dictador. La hija y la nieta de Franco resultan decepcionantes por lo mismo: como dice el cuplé, de todo lo que tienen, enseñan la mitad. En «Franco, mi padre», firmado por Stanley Payne y Jesús Palacios, la duquesa y marquesa a la vez relata la historia de la dictadura como si se tratara de una función de fin de curso, y transcurriera toda ella en el saloncito de estar de su casa. Pero al igual que su televisiva hija, Carmen Franco no suelta prenda acerca de nada realmente importante, o ignorado hasta la fecha. Debe de ser un asunto genético.

El estribillo más repetido en la entrevista de Payne y Palacios es «papá no habló nunca de eso», que es como cuando la nieta dice en la tele que yo sólo hablo de mí, frase recurrente que utiliza para evitar largar acerca de nada que no le convenga, que suele ser casi todo. O para reservarse algún cotilleo de cara a otra comparecencia mejor pagada. El asunto es si también la duquesa y marquesa a la vez se valió de la misma artimaña en el libro , y si en un futuro se despachará con unas memorias algo más sustanciosas y menos papá nunca habló de eso. Ni papá ni mamá, porque Carmen Franco sostiene que su madre nunca pintó nada en las decisiones del marido, cuando sólo en un par de obras de Paul Preston hay una docena de testimonios muy solventes, comenzando por el cuñadísimo Serrano Súñer, que afirman fundadamente lo contrario. Eso sí, supimos por fin, gracias a la labor de Payne y de Palacios, que a Franco le gustaba mucho la paella.

La entrevista con la hija del general no tuvo el eco que, probablemente, se esperaba. Quizás porque, como dice también Preston, el sentir colectivo acerca de Franco es una combinación de ignorancia, indiferencia, y la determinación de no volver a sufrir una dictadura. Tanto es así que tiene más éxito la nieta contando (es un decir, de hecho nunca cuenta nada) sus líos conyugales, que la madre narrando su visión de acontecimientos capitales en la historia de España. En todo caso, seguro que cobra mucho más.