Si siempre se ha tenido como principio básico del comercio lo de que el cliente siempre tiene razón, en la actualidad existen motivos sobrados para dudar de que así siga siendo. Y si ni siquiera eso se respeta ya, malo. Pero las grandes compañías y las multinacionales están imponiendo cada día más usos y costumbres que, pese a que pueda parecer lo contrario, implican de hecho un serio desprecio al cliente, un cliente del que precisamente debieran pretender su fidelidad a la marca. Pese a que toda gran empresa que se precie de moderna cuente hoy con pretendidos servicios de atención al cliente.

Que suelen utilizar el teléfono, por encima de la web, como principal nexo de contacto con el comprador. Ahí empiezan los problemas. Porque, no falla, a la llamada del descontento o inquieto adquirente del producto, que puede que sólo llame para una mera consulta, no contesta una persona sino una máquina dotada de una voz metalizada que procede automáticamente a señalar posibles opciones y a notificar los pasos que deben seguirse al respecto. Si se trata de un problema técnico pulse tal y después almohadilla; si se trata de un problema administrativo pulse cual y después almohadilla; si se trata de esto o de lo otro pulse y después, etcétera, todo ello muy seguido y con el mismo tono cansino y mecánico. Con lo que el cliente, o es un experto en este tipo de asuntos, o ha de llegar muy preparado al teléfono para sin perder ritmo ni comba atender las indicaciones del artilugio en cuestión, que en el mejor de los casos ofrecerá la posibilidad de, al fin, poder hablar con una persona que escuche, entienda y atienda. Pero la realidad es que ahora mismo hay empresas, muy especial y singularmente dentro del ámbito de las comunicaciones, que continúa siendo empecinadamente el que más quejas acumula, en las cuales es imposible hablar con alguien que no sea la máquina y que nos mande de un sitio a otro, lo cual debe resultarles muy práctico para evitar, al menos por un tiempo, las reiteradas bajas que se producen debido a los deficientes servicios prestados en bastantes casos.

Pero si hay suerte y existe un servicio de operadores, al fin se consigue hablar con alguien siempre que se tenga paciencia suficiente y no se canse uno de esperar con el teléfono pegado a la oreja mientras el tiempo y la tarifa corren a la vez que suena alguna musiquilla y la voz metálica nos recuerda que sigamos a la espera pues los operadores están ocupados. Cabe preguntarse entonces por qué la dichosa empresa no contrata más personas que atiendan el servicio, pero, claro, eso cuesta dinero, de modo que el cliente espere si quiere y si no que lo deje. Sería curioso saber en cuánto está el récord de las esperas al teléfono en los servicios de atención al cliente. Finalmente, alguien, una voz humana, responde, y pregunta en qué puede ayudar. Unas veces ayuda y otras enreda más la madeja, aunque hay que reconocer que a veces tienen que soportar con estoicismo y amabilidad el cabreo de clientes indignados y capear el temporal. No tienen las culpas pero pagan la pena. Por todo eso, ahora, las asociaciones de consumidores exigen que esos teléfonos sean atendidos desde el primer momento por personas y no por esos malditos artilugios.