En noviembre de 2009, el Gobierno aprobó la Ley de Economía Sostenible. Según sus impulsores, debía situar a nuestra economía en el camino del conocimiento y la innovación, con la intención de impulsar la competitividad y lograr la sostenibilidad medioambiental.

El objetivo era que el país dejara de depender, en exclusiva, de los tres motores que han materializado nuestro «modelo económico de éxito», según ha dicho ZP en Japón: el ladrillo, el coche y el turismo. Si nos fijamos en la (antaño) puntera Cataluña, esta semana se ha podido dar fe de la gran visión de nuestros dirigentes.

El presidente de la Generalitat, José Montilla, recibió un masaje en medios afines gracias a la posible implantación de… una fábrica de coches de la firma Chery (que vende turismos a las capas más jóvenes y con menor poder adquisitivo de China). Cuando, terminada la droga… perdón, las ayudas al sector, la venta de coches ha retrocedido en España a niveles de 1989, la inversión de futuro de la innovadora Cataluña es fabricar vehículos de una compañía que se ha expandido a países tan sólidos y con salarios tan altos como Egipto, Rusia o Ucrania. Más que la Champions League parece la promoción de ascenso a Segunda B.

Para rematar la jugada innovadora, la compañía aérea Ryanair se ha instalado en el aeropuerto del Prat, lo que llevará a que el segundo aeródromo del país concentre un 50% de usuarios procedentes de aerolíneas de bajo coste (turismo de calidad y de negocios, vaya). Nada que objetar sino fuera porque, en marzo de 2007, el empresariado catalán (curiosa denominación, teniendo en cuenta que la mayoría de los allí presentes eran directivos) montó un aquelarre para que El Prat se convirtiera en una gran plataforma de vuelos intercontinentales. Está claro que les han hecho caso.