Como soy profana en materia de fútbol no filosófico, más que el empate en el Mallorca-Madrid, que no tiene tanto de particular si se aplican las leyes de la inercia de la temporada pasada, me sorprendió la cara de vinagre del entrenador fetiche del equipo visitante a su llegada a la isla el sábado. Menudo gesto, qué adustez, qué miedo tío, ¿qué rayos te pasa? Eres guapo, ganas un pastizal y te han encomendado una misión importante y emocionante. ¿Por qué semejante faz? Los encargados de hacer las portadas de los diarios locales del día siguiente debieron pensarse muy mucho colocar dicha impactante jeta en el escaparate de nuestros queridos productos, pues provocaba el atragantamiento inmediato del desayuno. Y eso que aún no había empatado. Dicen que a José Mourinho le repateó el retraso de su vuelo y que estaba cabreado. No sé. Ignoro si dicha circunstancia, añadida a las tragedias que viven los ciudadanos de Pakistán y la conciencia de la finitud del ser humano podrían explicar el rictus mezcla de asco y rabia que paseaba el míster por la terminal de Son Sant Joan. No me imagino qué debieron pensar los hinchas merengues que habían esperado durante horas a su equipo cuando le vieron ese rostro de lima limón y me dan pena (¿alguien tuvo el valor de pedirle un autógrafo?). Me imagino a Mourinho entrando en el vestuario blanco con esa cara y también siento piedad por los futbolistas destinatarios de semejante mala onda, por muchos millones que ganen. Qué mal mira ese hombre en quien tantos han depositado tantas expectativas de felicidad para el próximo curso.

Estoy muy en contra de quienes miran mal por sistema, porque sí, para hacerse los interesantes y para simular que poseen la razón y la autoridad. El carisma equivale a un semblante acre, menuda chorrada, basta fijarse en el dulce Obama. Un día se lo tuvimos que decir mi amiga Merche y yo a un camarero que nos lanzaba unos vistazos esquinados y cargados de irritación por pedir dos cortados descafeinados. «¿Le ocurre a usted algo que nos pone tan mala cara?» «No sé de que me habláis. Yo soy así». Pues cambia. O mejor, nosotras cambiaremos de bar. Si no basta con que sea una cuestión de mera buena educación, deberá ocurrir que tu negocio se hunda para que te des cuenta de que no se va por la vida sembrando el miedo y el disgusto en los demás. Seguro que Eduardo Punset conoce alguna razón científica que explique cómo las personas con cara de malas pulgas ascienden en el escalafón, cuando lo lógico evolutivamente serían que nos repelieran y les apartáramos de nuestros caminos para sobrevivir. El poder no sonríe porque tiene demasiadas cosas en mente y la mera existencia del prójimo le causa distorsión. De ahí a que cualquier mindundi pasee cara de palo y oscuridad se ha producido un salto que yo no me explico.

En efecto, ya no veo House. No es que me haya hartado de su genio y su ironía inteligente, sino que su descortesía y su comportamiento asilvestrado me recuerdan cada vez más el día a día, con todos estos señores importantes, malcarados como fórmula para imponer respeto. Con House ya no hay manera de desconectar.