Como le pasaba al ficticio Charles Foster Kane, protagonista de la genial película de Orson Wells, el magnate australiano de la prensa mundial Rupert Murdoch también tiene una obsesión críptica. Kane ansiaba la felicidad perdida e inalcanzable de la niñez y coleccionaba obras de arte con una intensidad sólo comparable a la magnitud de su desdicha. Murdoch, que lleva a gala ser un rudo australiano a lo «Cocodrilo Dundee», no tiene la vena sentimental de su homólogo cinematográfico, pero sí comparte su apetito inaplacable por el coleccionismo, en este caso de medios de comunicación, y sobre todo tiene un «Rosebud» particular que poco tiene que envidiar a la bola de cristal con falsa nieve perpetua de Kane: la «Dama Gris» del periodismo norteamericano, el «New York Times».

Murdoch no quiere el «Times» para darle la vuelta como un calcetín, algo que está haciendo sin reparos con el «Wall Street Journal» en su batalla contra el NYT, sino para cerrarlo, como reconoció en público una vez. Si algún director de cine tiene el arrojo que tuvo Orson Wells con Randolph Hearst y sienta al australiano en el diván cinematográfico de un «biopic» sin complejos, tal vez el guión pueda esclarecer por qué el NYT despierta tal fobia en el magnate, que fantasea desde hace años sobre cómo adueñarse de la «Gray Lady». ¿Porque es el periódico que siempre quiso hacer y no pudo? ¿o porque es el símbolo, para un defensor del sensacionalismo más rampante y de la intervención abierta de los medios informativos en política, de todo lo que queda en el periodismo norteamericano de serio, con formas y éticas que él desea derribar?

Hay otra nota curiosa en esa extraña fijación de Murdoch con el NYT. Y es que, por seguir con las referencias cinéfilas, este caso rompe un principio básico en «El Padrino»: la obsesión del «aussie» parece tener que ver menos con el negocio, que con el profundo desprecio personal que le inspira el editor del periódico neoyorquino, el elegante, judío e intelectual Arthur Sulzberger. Michael Wolff, el autor de una biografía que no gustó un pelo al magnate australiano, lo expresaba con claridad cristalina en «Vanity Fair» hace unos meses: «No es que a Rupert Murdoch no le guste Sulzberger o piense que no es un editor serio. Es que piensa que es una "nenaza"». Como si quisiera demostrar por qué toda la testosterona que Hollywood proyecta últimamente en sus filmes es mayoritariamente australiana, el magnate bromea con frecuencia con la hombría de Sulzberger o incluso con posibles tendencias homosexuales. Para demostrar que este hombre no se corta lo más mínimo, apoyó sus tesis públicamente convirtiendo al editor del «New York Times» en uno de los modelos de portada en el dominical del «Wall Street Journal» sobre la nueva moda de los «hombres afeminados».

En otro caso, insultaría a la inteligencia pensar que tales actitudes pueden conformar una estrategia seria, pero por mucha salida de pata de banco que sea, hay que tomarlo en consideración porque estamos hablando del hombre que más poder ha acumulado en los medios de comunicación del planeta: hoy por hoy, el 75% de todos los contenidos que se consumen en la televisión mundial tienen que ver con él y sus empresas. ¿Es todo una mera cortina de humo para que le jalee esa América profunda a la que tanto enciende desde Fox News? Es posible que todos estos desencuentros sean tanteos intimidatorios o pequeñas batallas en la gran guerra por el control absoluto de los medios de comunicación norteamericanos en la que Murdoch parece embarcado. Una guerra cuya declaración formal hemos conocido en estos días: la nota que, pocas horas después de comprar Dow Jones por 5.000 millones de dólares, merendándose de paso el «Wall Street Journa», dirigió al «joven» Sulzberger, como le llama despectivamente: «¡Qué empiece la batalla!».

Bravuconadas aparte, los pasos del dueño de News Corporation contra el NYT son claros y directos. No ha dudado en cambiar de arriba a abajo el Wall Street Journal, que ya no es el periódico financiero que fue y que ahora pelea por la información local neoyorquina compitiendo con el «Times» en su mismo terreno. Firme enemigo del «todo gratis» en Internet (pese a haberse gastado 580 millones de dólares en My Space), ha apostado decididamente por los «muros de pago» para las ediciones digitales de sus medios, «The Times» es el más reciente. Con ello ha abierto un debate que ha forzado al NYT y a otros a seguir sus pasos, ya que ese era el flanco más débil del periódico de Sulzberger: el NYT nunca fue tan leído en ninguna etapa de su historia, ni tan influyente y poderoso, pero eso no ha mejorado su economía al no ser capaz de cubrir con internet la pérdida de ingresos estructural que sufre la edición impresa. Sin embargo, la diferencia de estrategias en torno a Internet, campo de batalla preferente en esta guerra, es evidente: Murdoch no entiende el medio y se declara un «inmigrante digital»; Sulzberger quemó sus naves hace un año apostando por internet y alejándose de sus proyectos audiovisuales convencionales porque, cómo el mismo dice, es un «platform agnostic», un creyente de que su empresa está en el negocio de la información, no en el negocio del papel. Dos trasatlánticos, uno con todo el dinero de una News Corporation globalizadora y enorme y otro con todo el prestigio de ser el mejor periódico del mundo, se dirigen el uno hacia el otro en línea de colisión. ¿A quién conviene realmente este choque?

Junto al «modelo de negocio», y como dicen los anglosajones «Iast, but not least» queda la cuestión ideológica a la que un medio de comunicación nunca puede permanecer ajeno. El océano que se abre entre las posiciones que representan Murdoch y Sulzberger es cada vez más vasto e inabarcable. El primero continúa en su línea de radicalización ideológica de sus medios dando aliento al «Tea party» a través de su apoyo en Fox News y otros medios a telepredicadores incendiarios, tipo Glenn Beck, que repiten a voz en grito que Obama es el Anticristo, mientras asustan al partido republicano y le empujan a posiciones en las que hasta Bush Jr. parecería un liberal peligroso. Mientras, Sulzberger y su periódico están presos de su propios principios, de su historia, tradición y ética, es decir de todo lo que le impide apoyar a quien Murdoch ataca sin tregua. Presos, en definitiva, de la paradoja que viven los medios periodísticos serios y de calidad hoy en día: su mayor fortaleza, su independencia, es también su mayor debilidad frente a quien ha hecho de la parcialidad un enorme negocio.