Algunos de ustedes recordarán que en alguna ocasión ya he advertido sobre el clima generalizado de neoaborregamiento cultural y de indiferencia hacia valores fundamentales que nos construyen a los seres humanos como personas con vocación. Cada vez estoy más convencido de que esto es así porque cualquiera puede decir ahora una cosa y dentro de un rato todo lo contrario, dado el empeño descarado por enterrar las verdades objetivas y sustituirlas por el pensamiento débil de Vicente que va donde va la gente.

Este neutralismo en relación a los valores básicos está generando personas sin vocación. Si todo es incoloro, inodoro e insípido o si la vara de medir verdades y tomar decisiones es el aplausímetro de los programas basura de la caja tonta pues, efectivamente, para qué complicarnos la vida con decisiones contracorriente. Es más, parece que hoy se propone como hombre ideal el pasota e indiferente; y pobre de aquel que se le ocurra proponer algo como absoluto o definitivo que, como mínimo, va a quedar tildado de talibán.

Todo este panorama reclama ir generando una «cultura de la vocación» con toda la riqueza y valor antropológico que tiene dicho término; sin reducirlo al sentido clerical que siempre se le ha dado. Cualquier ser humano, solo por el hecho de existir, está «llamado» por Dios a ser su imagen con su manera de ser, decisiones, valores, orientación laboral, etc. Por tanto, Dios no solo nos ha dado el don de la vida, sino también el don de la vocación, es decir, que nos sugiere el camino concreto por el cual nos realizamos totalmente para ser enteramente felices.

Es necesario que eduquemos a nuestros niños y jóvenes en el convencimiento de comprender la vida no solo como un proyecto personal sino como respuesta a un proyecto que viene de lo alto. Un proyecto que puede ser descubierto poco a poco desde el momento en que uno se ponga a dialogar con Dios con la misma y total libertad con que lo ha creado. Dios no obliga a nada, pero cuando alguien se empeña en escucharle percibe que le habla al corazón, que pronuncia su nombre y que le revela el plan que ha soñado para él. Y claro, ponerse manos a la obra en ese proyecto es algo que te hace el hombre o la mujer más feliz del mundo. Te hace capaz de llevar adelante cosas antes inimaginables, pero no por tus propias fuerzas o cualidades, sino porque es Dios quien te llama en función del plan transformador que te encomienda.

En el fondo esa es la historia de todos los llamados, desde los profetas hasta los más famosos o anónimos de hoy pasando por los doce apóstoles, María de Nazaret o los mártires de la Iglesia primitiva.