Pecaría de sublimación quien adjudicara a Felipe de Borbón (42) la etiqueta de joven príncipe, a falta de decidir si Juan Carlos de Borbón (72) debe ser subtitulado como anciano rey. La jubilación no es apremiante si se lo compara con sus colegas Isabel II de Inglaterra (84), Bhumibol de Tailandia (82) o su admirada y coetánea Beatriz de Holanda (72), que acaba de manifestar que no alberga ninguna intención de abdicar. Por todo ello, produce extrañeza la silenciosa sucesión al trono perceptible desde la privilegiada tribuna de espectador mediático, una atalaya más despejada que la brumosa pertenencia a las instituciones afectadas por el recambio, o que la inscripción entre los cortesanos que las parasitan.

Si se hiciera abstracción -y la monarquía es una idealización- de los documentos, y se determinara quién reina en España de acuerdo con el cuentakilómetros del número de apariciones en Google y YouTube, se llegaría a dos respuestas. De un lado, a una jefatura ostentada por una mujer -Sofía de Grecia-, tremendamente feliz en Roland Garros con Rafael Nadal o en Sudáfrica con la selección. De otro, a una pareja voluntariosa al borde de la ubicuidad -los Príncipes de Asturias-. En plata, el Rey sale cada vez menos, su esposa y su hijo se prodigan. El asunto no es baladí porque, en la cumbre del poder simbólico, la representatividad no es un rasgo de la función monárquica, sino su definición. En esa profesión tan expuesta, la invisibilidad no es una opción.

La reaparición del Rey en Santiago de Compostela ha equilibrado los motores de búsqueda, pero la intervención quirúrgica en el Clínic barcelonés no justifica por sí sola el desplazamiento en la agenda de la Casa Real, siempre de acuerdo con la versión oficial divulgada tras el paso de Juan Carlos de Borbón por el quirófano. La frase que el Príncipe -ausente de España en una operación de entidad programada con antelación- recogió de su padre al visitarlo fue «como ves, aquí estoy, entero y en forma». El enunciado ofrecería visos desafiantes, de no mediar el entorno familiar.

En las fechas previas a la intervención quirúrgica, se incrementaban progresivamente las apariciones conjuntas del Rey y el heredero. Sin embargo, la sensación de pupilaje no demostraba precisamente que el Príncipe se preparara para reinar, sino que necesitaba a su padre al lado para reforzar su credibilidad, por lo que la estampa rezumaba paternalismo. También esa tutela se ha invertido, y es Juan Carlos de Borbón quien hoy adopta la posición de acompañante. Personajes próximos al Rey aunque enfrentados, Sabino Fernández Campo y José Luis de Vilallonga, coincidían en que el carisma regio no se transmite genéticamente. Esta ley se halla a un paso de la verificación experimental.

La sucesión silenciosa puede ser un azar provocado por una sobreexposición mediática circunstancial, pero también puede obedecer a un diseño. En el segundo caso, el enigma se extiende a quienes urden este juego de luces y sombras. En el transcurso de su intensa agenda de contactos con los sectores sociales, los Príncipes no pueden evitar que la cuestión sucesoria aflore aunque solo sea tangencialmente. Quienes escuchan al heredero concluyen que, desde la delicadeza, abre la puerta a una abdicación en vida de su padre. Sin embargo, esta hipótesis es descartada por quienes han tratado el asunto con Juan Carlos de Borbón.

Guste o no, el Rey y el Príncipe solo tienen un puesto de trabajo entre ambos, con la particularidad de que al titular del cargo le corresponde decidir en exclusiva el protocolo del traspaso de poderes. Paradójicamente, la liviandad en la consideración de la monarquía funciona como un lubricante que facilita el trámite sucesorio. El poder está en otra parte. Con todo, sería peligroso abordar la sucesión como una operación a espaldas del vulgo, un producto de laboratorio para endulzar el trago a la sociedad. La España actual no tiene nada que ver con la de 1975, según acaba de demostrar al matar a los toros. Además, la maestría indiscutible del Rey en las relaciones públicas se superpone a la torpeza, a menudo carpetovetónica, de los funcionarios que lo asisten. La más mínima mentira o secreto tramoyista a cargo de aprendices de brujo sería castigada por la opinión. Son los efectos secundarios de una ciudadanía que ha aprendido a autogobernarse.