Varias cosas aparecen claras en la historia del Titanic si retiramos los ojos de la historia de amor a la que se ha unido. La primera es que ni siquiera la gran potencia de creatividad y poder del hombre sobre la naturaleza puede protegerlo de la muerte cuando llega, nunca lo consigue. Por otra parte, que los del piso de arriba y los del de abajo, ricos y pobres, admirados y admiradores se ahogan de la misma manera. Que, finalmente, no hay pertenencias a las que agarrarse para sostenerse en el mar de la muerte. Valga esta pequeña referencia para acercarnos a dos pasiones que dominan nuestra vida y que hoy busca iluminar el evangelio.

Dos hermanos luchando por una herencia. Esta es una de las pasiones: la envidia. Sabemos, por una experiencia que difícilmente reconocemos, que muchas de nuestras disputas familiares, laborales o vecinales llevan escondido su sello. Vivimos demasiadas veces como el gran salón vip del Titanic exhibiéndonos y, a la vez, recomiéndonos por dentro por lo que los demás exhiben recordándonos que no estamos a su altura. Y nos preguntamos: ¿a qué altura estaré si no soy como él, si no tengo lo que él, si no consigo lo que él quiere de la herencia, si no le venzo? Para Jesús la vida no depende de la resolución victoriosa de este conflicto continuo («¿quién me ha nombrado juez entre vosotros?»), sino de aquella libertad que da el encontrar la bendición de Dios y saber que ella nos define como amados. En ese momento, ¿para qué los pulsos con los demás? El que se sabe amado no necesita continuamente arrebatar el reconocimiento de los demás o quedar por encima de ellos en sus actividades. Entonces aparece la libertad.

La otra pasión que describe el evangelio es la codicia con la que pretendemos olvidar aquel miedo a la muerte que nos habita y que ocultamos intentando sentirnos vivos a través, entre otras cosas, de la abundancia de bienes («come, bebe, date la buena vida», y saluda desde la barandilla del crucero de tu vida). Jesús no trata de que vivamos del miedo, sino de que nos liberemos de él de forma verdadera, pues ninguna pertenencia nos sostiene definitivamente. Solo el que entrega su vida a Dios sabe que la tiene resguardada en lugar seguro, puede reconocer el valor justo de los bienes y, a la vez, sabe renunciar a ellos compartiéndolos. Entonces aparece la libertad.

El tesoro de la vida es Dios mismo: libertad aquí y vida verdadera aquí y allí.