Dichosos años y tiempos dichosos aquellos, que si bien no eran los dorados de la antigüedad, porque ya existían las palabras tuyo y mío, y la puntiaguda y ancha reja del encorvado arado ya se había atrevido a abrir las entrañas indulgentes de la madre tierra, bien podía concedérseles la categoría de plateados o de plata, porque las gentes que en ellos vivieron compartían cuanto tenían y se ayudaban en sus trabajos y en sus jeras.

En esos venturosos tiempos, las tierras barriales y pegajosas de Moreruela -tierras de año y vez-, exigían ser labradas con la ralva, la bina y la tercia para ofrecer de su fértil y anchuroso vientre los frutos que pudieran sustentar a los hijos que las trabajaban, los majuelos edrados a tiempo y las cepas podadas con sapiencia para, de los apretados y jugosos racimos, elaborar aquel vino aloque que, por gustoso y aromático, le dio tanta fama y nombradía.

En torno a estas luengas labores, duras y duraderas en el tiempo, se originó un saber, unos usos y costumbres: una cultura secular, que aún pervive en esos sus hijos, venerables ancianos, archivos-bibliotecas vivientes que se nos van por momentos.

La Corporación Municipal, consciente del valor de lo que se va, no se resigna a dejar perder esos saberes y, para mantenerlos y transmitirlos, ha organizado, un año más, y va el cuarto, una serie de actividades culturales durante el mes de julio, haciendo actual la cultura del ayer con la de hoy.

Es digno de ver cómo este pueblo de nobles, generosos moradores, participa colabora y obsequia y regala a cuantos lo visitan.

Entre estas actividades no podía faltar el flamenco: cultura y arte con motivaciones tan próximas a pesar de la distancia geográfica, y que ha tenido tan buena aceptación en las tres ediciones anteriores.

Esta noche, a las 22.30 horas, seis cuerdas y diez dedos, una garganta prodigiosa y un pecho reventón de sentimientos y cuatro palmas redoblantes harán que nuestros oídos oigan y nuestros corazones rebosen de satisfacción sacudidos por ese flamenco que hacen genuino el entusiasmo de sus intérpretes y la entrega radical desde sí mismos.

Manuel Herrera, Manuela Cordero, Juan Diego Valencia y Francisco Valencia Vargas rayan la perfección del espectáculo.

Manuel Herrera, sevillano de nacencia, prudente, humilde, callado, vive la guitarra flamenca desde niño: coges con delicadeza, y ya haces arte, a esa bella dama de blonda cabellera, la recuestas sobre tu pecho al lado del corazón con el mimo que la madre acocha a su retoño, la miras y ves, dormidos en las seis cuerdas, el dios del amor, los pájaros del deseo, la espesa sangre cuajada de sufrimientos, la alegría desbordada, que esperan ser despertados con los diez corazones en los que se diversifica tu corazón flamenco en amor sonoro, vuelos de duendes, sangre purificada, redentora con atávicos ecos oscuros, lúgubres sentimientos, deliciosos arroyos de cantarinas fuentes. Y lo haces embebido, te transubstancias en sones y sonidos, quejumbrosas vibraciones, sucesivos y arrebatadores picados, preciosistas trémolos, contratiempos vibrantes, falsetas, ni cortas ni largas, con la brevedad necesaria para que el cantaor no solo no se desconcentre y pierda el hilo, sino para entronizarlo en arrebatos de inspiración. Todo enmarcado dentro del toque de acompañamiento clásico, el de los Patiño, los Javier Molina, los Ramón Montoya, los Melchor de Marchena, los Sabicas, etc. Con el uso correcto de los tiempos, con el respeto de los tiempos del cante o del baile, tan reposado, tan lento, tan ajustado, tan medido, que no cabe un desentono ni un desencuentro ni en la medida ni en el ritmo. Esa forma de tocar de esos grandes maestros, que acompañaban con la sabiduría y la inspiración del momento, con el sentimiento, haciendo sonar cada nota con la intensidad, el tono y el timbre que requería para ser percibida con nitidez. Tú sigues a tan eximios maestros, a los que hoy se les tacha de no saber música, como luz y norte del toque para acompañar el cante y el baile con conocimiento de causa porque, licenciado en música por el Conservatorio de Córdoba en la especialidad de guitarra flamenca, sabes bien de qué se trata, sabes lo que es la técnica y la inspiración, sabes que la técnica sin sentimiento es una perla artificial.

La joven roteña Manuela Cordero no pertenece a ese grupo de jóvenes cantaores que no saben quién fue Juan Pelao o Fernando el de Triana y que, cuando flamencos, como José Mercé, les hablan de Juan Talega o de los cantes básicos, se ríen, porque desprecian cuanto ignoran. Tú llevas en tus venas la cultura de aquellos arquitectos, constructores y jornaleros del cante que lo hicieron nacer, brotar y florecer de la mísera existencia. Has ido, con entrega, dedicación y humildad, paso a paso, sin prisas, sin descansar, quemando etapas con la máxima admiración por esos cantes básicos que tanto intonso desprecia y llaman innovación a lo que ellos hacen venga o no venga a pelo del flamenco como tal flamenco.

Bordas las alegrías de Cádiz con el poder y el sabor gaditano que requieren. Engrandeces las soleares con la serenidad, la templanza, el reposo debido hasta ceñirles la corona de reina solemne.

Dicen que la voz de la mujer no es voz apropiada para las seguidillas. Tu maestría radica en que sabes cómo es tu voz, conoces tus facultades y sabes qué seguidillas son aptas para ti. Sin vocear, lamentándote, vas desmayando la voz y el cuerpo con lenta melancolía y dolor contenido, entonando al aire de Joaquín Lacherna: Si algún día yo a ti te llamara / y tú no vinieras, / la muerte amarga yo la prefiriera. //

Sonidos rápidos y secos como el crepitar de la leña cuando arde enaltecen esas bulerías al estilo del Turronero, subiendo la voz desde el comienzo del verso o tercio, prolongándolo hasta enlazarlo con el siguiente y elevándola hasta lo infinito con una resonancia de difícil ejecución, y por ello, bella y sublime cual pinceladas de un cuadro impresionista.

Juan Diego y Francisco Valencia, Lebrija los vio nacer, Lebrija y sus familias les infundieron a su don natural la gracia, la chispa, el colorido, la soltura, el aire del «son» o palmas con el que se acompañaban los cantes primitivos gitanos y el baile con ese ritmo de Lebrija diferente, típico, único que las hace inconfundibles en las bulerías.

Esta noche, cuando las cardenchas y los carrizos se dibujen en la pálida luz de la luna, se encenderá el ya desvaído rojo de los ababoles con el sonar de una guitarra, el quejido de una garganta, el redoblar de cuatro palmas. Todos bien sincronizados en tiempo y medida.

No hace falta saber ni entender para sentir. Se va aprendiendo al tiempo que se siente porque Manuel Herrera, Manuela Cordero, Juan Diego y Francisco Valencia cierran sus ojos y abren las ventanas de su mundo interior para recorrer la vereda que conduce al flamenco de la Edad Dorada. Beben en la fuente del tiempo y desde la introducción de la guitarra, el temple del cantaor, ese momento en el que Manuela va entonándose con la sonanta para conseguir el tono, el ritmo y el compás ideales, hasta llegar al cante valiente, después de pasar por el de preparación y rematar en el tercio final, amenizado y bien bordado con el sonar de las palmas de Juan y de Francisco, se percibe un solo tempo en los acordes de las guitarra, el cante y las palmas. Para captar esta sensación acústica solamente es preciso prestar atención, saber escuchar, que dijera don Antonio Chacón.

Esta noche, ni intuimos ni presentimos, tenemos la certeza de que el flamenco será genuinamente auténtico porque Manuela, Manuel, Juan y Francisco son flamencos con cultura y sabiduría flamenca, pletóricos, henchidos de aliento, vitalidad e ilusión. Dominadores de un extenso repertorio que les viene de aquellos legendarios cantaores, pasando por lo no menos legendarios y más próximos hasta ser ellos mismos con su hondura estremecedora y la fluidez del viento, hasta conseguir una bella policromía de ese mundo de sombras de los abismos del dolor que cantan todas las desventuras de las letras. Hacen camino recto al sentimiento y el éxtasis de la emoción.

Y al alba, las ingenuas golondrinas dejarán los fonjes jergones de sus barrosos nidos y en su trisar laudarán a Moreruela por haberlas mantenido despiertas con tan primorosos ululares.

Los vencejos, prestos ya a la caravana -después de santa Ana, el vencejo en caravana- no serán menos, antes del alba y de asomar la aurora, abandonarán las oquedades de los tejados y las paredes y, raudos, veloces, alegres, con sus agudos, penetrantes chillidos, se despedirán alborozados del hechizo, pues no saben aún, si tanta belleza fue fascinación soñada o realidad vivida. Volverán el próximo año al nirvana de este encantamiento.