Si hay un miembro del cuerpo humano que ha sido decisivo en la historia de Humanidad, ese ha sido el brazo. Desde que los homínidos se liberaron del caminar a cuatro patas y comenzaron a utilizar las extremidades anteriores para algo más que para llevarse el alimento a la boca, el brazo no ha parado de evolucionar. Lo ha hecho en el manejo de artefactos, en la construcción de edificios, en la ejecución de primorosas obras de arte.

Respecto al manejo de objetos, pacíficos unos y bélicos otros, el brazo ha sostenido cayados de pastor, azadas de labriegos, bordones de caminante, punzones, estilos, cálamos y plumas para escribir, banderas, pendones y estandartes para levantar, espadas y armas de todo tipo para pelear... El hombre ha blandido la espada como una prolongación del brazo, un más allá armado y afilado con el que golpear o herir al enemigo.

El brazo se levanta, armado o no, como amenaza; también como saludo, generalmente militar o paramilitar. Enfundado en un guante, alzando el puño y bajando la cabeza fue un acto reivindicativo de los atletas negros estadounidenses en los juegos olímpicos de México en 1968, que protestaron así contra la tensión racial que se vivía en su país.

Lo que habíamos visto pocas veces es esgrimir un libro en alto. Fuera de las celebraciones litúrgicas, donde el oficiante rinde culto al libro sagrado, resulta nuevo que la gente en la calle levante los libros de un escritor para decirle adiós.

Pero lo que se vivió el pasado fin de semana en Lisboa fue algo más que un homenaje de despedida a José Saramago. Las personas que levantaron sus obras por encima de sus cabezas estaban reconociendo no solo la figura del escritor alentejano; en ese gesto, reafirmaban también el valor de la literatura de un Premio Nobel que hizo del compromiso una actitud ante la vida.

Saramago retornó a Lisboa para dirimir su incruenta y última batalla. Como en «El memorial del Convento», lo hizo en una particular «Passarola», llegada a la isla canaria desde el occidente peninsular para devolver los restos del escritor a la patria portuguesa. Saramago cercó Lisboa con Baltasar Sietesoles, Blimunda, el padre Bartolomé Lourenço de Gusmão, Maximiliano de Austria, Caín, Pedro Orce, Joaquim Sassa, José Anaico, Joana Carda y María Guavaira, acompañados de todos los nombres de sus personajes, lúcidos y ciegos, cuerdos y locos. Hasta el mismo Jesucristo acudió desde su propio Evangelio por más que el «Osservatore» romano intentara impedírselo.

Cerró los ojos Saramago en Lanzarote y un fuego purificador avivó los dormidos volcanes. Fue entonces, en ese último suspiro, cuando la balsa de piedra se varó. Tembló la raíz peninsular; se resquebrajó la utopía de la patria ibérica, mientras desde las Azores, el presidente de la República disfrutaba de una situación anticiclónica.

Saramago, con la «Passarola», levantó el vuelo y se fue a juntar con Camões, Eça de Queirós y Fernando Pessoa. No sé si en el parnaso lusitano los escritores jugarán al mus, pero, como en Os Lusiadas, allí estará Saramago, con «os bravos portugueses incitando».