Somos muy «afortunados» de poder cada domingo hacer la experiencia de encontrarnos con el Señor; de adentrarnos en los acontecimientos de la Historia de la salvación y dejar que se vea afectada nuestra vida por la gracia de Dios. No acudimos a la Eucaristía solo para aprender o saber cosas. Ni siquiera, aunque esto sea siempre una ayuda, porque esté mandado. Ni porque seamos amigos de don Fulano o de don Mengano y colaboramos en la parroquia. Estas razones son insuficientes. Venimos a la Eucaristía para beber agua viva; para recuperar nuestra vinculación a la Iglesia. Necesitamos la Eucaristía «como el comer», y si no percibimos esta necesidad quizás sea porque nuestra relación con Jesús no pasa por su mejor momento.

La Palabra de Dios proclamada no es una mera sucesión de lecturas, mejor o peor leídas. Es una acción del Espíritu Santo que nos convierte en oyentes del mismo Dios, del mismo Cristo. Nos vuelve testigos de los acontecimientos narrados, nos introduce en ellos, y nos prepara para la comunión en la Mesa Santa. En el evangelio de este domingo Jesús orando ante sus discípulos les hace dos preguntas. La primera: ¿Qué dice la gente que es el Hijo del hombre? Y después de recoger los resultados de la encuesta les mira a los ojos y les dice: ¿Y vosotros quien decís que soy yo? Esta es la pregunta que debe estar siempre presente en la conciencia de los cristianos.

Sobre Jesús ha habido y hay muchas opiniones. Muchas de ellas claramente contrarias a las Escrituras y al testimonio permanente de la Iglesia Católica y de las demás confesiones cristianas. Son muchos los interesados en desacreditar a Cristo bajo la pretensión de ofrecer su verdad ocultada y así presentar su auténtica imagen. Ocurrió hace algunos años con aquella pretendida reconstrucción del rostro de Jesús, como si se tratara de un ejemplar de Cromañón. El verdadero Jesús habría sido un hombre sin conciencia, ni misión mesiánica, confundido en su interior, atormentado y hasta violento. Y por supuesto sin identidad divina. Buscando, unos y otros, desesperadamente argumentos de cualquier género para negar su resurrección. Pero ni códigos da Vinci, ni caballos de Troya, ni libros, ni películas o reportajes «de investigación» se han podido imponer nunca sobre el que dice: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida», y la confesión de fe de Pedro: «Tú eres el Mesías de Dios». Por eso, cada vez que escuchamos la Palabra se robustece nuestra fe en Cristo, que nos pregunta: Tú, ¿qué dices que soy yo? Es tan necesario responder que la liturgia hace preceder la Comunión eucarística de la profesión de fe: «Creo en un solo Dios... Creo en Jesucristo, su único Hijo».